El 2 de mayo y la fe de don Benito - Alfa y Omega

El 2 de mayo y la fe de don Benito

Liberal, republicano tachado de anticlerical, el autor de Los Episodios Nacionales dejó en toda su obra el rastro de una fe acendrada, aunque muy particular, que entendía el cristianismo como la columna vertebral de España y que tenía su razón de ser en la misericordia

José Antonio Méndez

En una de esas raras ocasiones en que los españoles nos ponemos de acuerdo para alcanzar un quórum unánime, académicos, eruditos, escritores y lectores profanos de muy diverso pelaje llevan siglo y medio reconociendo a Benito Pérez Galdós como nuestro mejor narrador, junto con Miguel de Cervantes.

Aficionado a las artes, las letras y la historia desde muy niño, el escritor canario (de nacimiento, porque él se definió madrileño de adopción) fue tenido ya en vida como uno de los mejores retratistas de las costumbres, las rutinas y el ser de España. Su secreto radicaba en que, como Cervantes, Galdós cultivó el ejercicio de la observación curiosa con una meticulosidad no exenta de humor, y supo plasmarlo en sus obras con precisión de orfebre, de tal modo que «llevó a cabo la obra de revelar España a los españoles», en palabras de Azorín. El autor de Fortunata y Jacinta pasó décadas levantándose a la salida del sol, escribiendo varias horas a lápiz (para no perder tiempo mojando en el tintero), y dedicando las tardes a pasear por Madrid para espiar de soslayo conversaciones ajenas y escudriñar las escenas cotidianas que llevaba a sus obras.

En sus prospecciones al alma de los españoles, Galdós siempre reservaba un lugar destacado para la fe y la religiosidad de sus personajes, y no dudaba en pintarla en cuanto tenía de noble y trascendente, pero también con todos sus claroscuros e incoherencias. Motivo este por el cual algunos lo tacharon de enemigo de la Iglesia y anticlerical. Pero como explicó su amigo Leopoldo Alas, Clarín, en realidad «Galdós es hombre religioso; y en momentos de expansión le he visto animarse con una especie de unción recóndita y pudorosa, de esas que no pueden comprender ni apreciar los que por oficio, y hasta con pingües sueldos, tienen la obligación de aparecer piadosos a todas horas y en todas partes. De este principalísimo aspecto de su alma nos hablan, por modo artístico, varios personajes y escenas de sus novelas».

Dos de esos personajes se asoman en el volumen El 19 de marzo y el 2 de mayo de 1808 de Los Episodios Nacionales, en el que, «robando el lápiz a Goya y a don Ramón de la Cruz», como decía Menéndez Pelayo, Galdós describe la quintaesencia de España, con el cristianismo como elemento fundante. Son los tales personajes un anónimo anciano que aparece fugazmente, y el sacerdote Celestino Santos. «¿Vosotros sabéis lo que es España? Pues es nuestra tierra, nuestros hijos, los sepulcros de nuestros padres, nuestras casas, nuestros reyes, nuestros ejércitos, nuestra riqueza, nuestra historia, nuestra grandeza, nuestro nombre, nuestra religión. Pues todo esto nos quieren quitar», pone en boca del anciano, que alienta a sus nietas a arrojar sus pertenencias por la ventana para frenar el avance del francés. España es muchas cosas que se acrisolan en la última: «nuestra religión».

Para Galdós, la fe cristiana es sinónimo de España, pero solo es digna de honra cuando no se toma como mero conglomerado de ritos piadosos. De hecho, no dudó en dejar en evidencia a quienes tomaban la religión como excusa para lavar su conciencia, ocultar sus miserias o vivir un culto exterior sin transformación interior. En Galdós, la fe auténtica, aunque vivida por personas limitadas, frágiles y pecadoras, se encarna en la misericordia.

En la misericordia de un Dios ante el que puede uno desnudar los secretos del alma, sin miedo a mirarse las ponzoñas propias, con la seguridad de que «me oye» y a quien se le puede decir: «Señor, Dios y Padre mío, ilumíname. Quiero amar tan solo. […] Yo no nací para disimular, ni para mentir, ni para engañar. Mañana saldré a la calle, gritaré en medio de ella, y a todo el que pase le diré: amo, aborrezco…», como dice Rosarito en Doña Perfecta. Y también en la misericordia de los hombres para con sus semejantes, como la que ejerce en Misericordia la pobre Benina con quienes son aún más pobres que ella; la que ejerce el médico Teodoro en Marianela, cuando hablando de religión tacha de miserables a quienes «estáis viendo delante de vosotros, al pie mismo de vuestras cómodas casas, a una multitud de seres abandonados, faltos de todo […] y nunca se os ocurre infundirles un poco de dignidad, haciéndoles saber que son seres humanos»; o como la que lleva en Los Episodios de El 2 de mayo al sacerdote Celestino Santos, con todas sus flaquezas, a perdonar a los enemigos, que están a punto de fusilarlo: «Hijo mío, destruirán nuestros cuerpos, pero no nuestra alma inmortal, que Dios ha de recibir en su seno. Perdónales; haz lo que yo, que pienso pedir a Dios por los enemigos […] y hasta por los franceses, que nos quieren quitar nuestra patria».

La misericordia, a fin de cuentas, que el mismo don Benito vivió, cuando por sus dispendios acabó endeudado pero seguía socorriendo a los pobres y pedigüeños que llegaban a su salón, dándoles los billetes de banco que a él le faltaban; y sembrando de oraciones escondidas sus novelas.

La fe católica es para Galdós la columna vertebral de lo mejor que tiene España, siempre que se encarne en el amor a Dios y al prójimo. Ya lo decía su León en La familia de León Roch: «El amor de Dios no es más que la sublimación del amor de las criaturas».