La piel de la catedral de la Almudena - Alfa y Omega

La piel de la catedral de la Almudena

La catedral de Santander y la de la Almudena, hermanadas, no sólo en el color de la piel; no sólo en la austeridad de estas dos formas de catolicismo…

José Francisco Serrano Oceja
Un momento de la Eucaristía de toma de posesión de monseñor Osoro como arzobispo de Madrid

Hubo un tiempo en el que las catedrales, la piedra de las catedrales, eran blancas. Los años pasan y los colores de la piel mudan, del blanco al amarillo, pasando por un gris que apunta a negro, como si fueran los tintes de una bandera permanente que ondea a contrapelo del tiempo de la Historia. La catedral de la Almudena tiene la piel blanca, quizá para que resalte mejor la tez de Nuestra Señora, que es morena. La piedra blanca de la catedral de la Almudena es la piedra de una Iglesia que aún es joven, en una España que está avejentada. Una Iglesia que ha pasado por no pocos avatares de una cátedra que sabe, o cree saber, de aquel Todo queda y todo pasa. La catedral de la Almudena es el hola y el adiós del catolicismo madrileño, del que tanto le gustaba hablar a don José Ortega y Gasset para ridiculizar las devociones de su santa esposa.

El sábado por la mañana, después de un jugoso y literario desayuno en un Café de Oriente repleto de obispos, curas, canónigos, militares, historiadores y algún político regional despistado, entre erudiciones de la historia de las iglesias de Madrid y de Santander, paralelismos de experiencias y existencias, me pareció que la piedra de la catedral de la Almudena está hermanada con la piedra de la catedral de Santander. Dos cátedras construidas en épocas recientes, en el siglo XX, reconstruida una por motivo de un infausto incendió que asoló la ciudad marinera, que nació en torno a la abadía de los sepulcros de los santos mártires, y la otra, la catedral símbolo del pontificado del Papa Juan Pablo II, por eso de que sus manos tocaron la piedra de las canteras de Ávila y ungieron el catolicismo madrileño de espíritu de calle y plaza.

La catedral de Santander y la de la Almudena, hermanadas, no sólo en el color de la piel; no sólo en la austeridad de estas dos formas de catolicismo, el madrileño y el cántabro, al que no le es natural tirar, de primeras, cohetes y salvas. Dos formas de catolicismo, de cristianismo, de Iglesia, que fraguan su estilo y el ser de su relación con Dios y con Cristo y con las mediaciones sacramentales y los mediadores sacerdotales, en el crisol de la mirada y de la escucha atenta, de la observación permanente, y de no poca experimentación de los vientos de la Historia.

Si algo tiene la sucesión apostólica, en una Iglesia particular, es el hecho de que se asienta sobre una cátedra permanente, con perdón de Johann Adam Möhler. Y la catedral de la Almudena es una cátedra que, durante este fin de semana, ha sentido un escalofrío de comunión cuando sobre sí, sobre el cuerpo de su madrea policromada, se ha sentado un nuevo pastor, que además de padre y pastor se ha definido como hermano, don Carlos Osoro Sierra. Lo que tiene la austeridad de la Iglesia en Madrid, que es la austeridad también de la Villa y de la Corte de los Austrias, antes teñida de negro ornamental, es la limpieza de la paleta de colores de una Iglesia que gusta de la luz que entra por entre los destellos de un milagroso arcoíris en el primer templo.

El sábado, en la ceremonia de toma de posesión del nuevo arzobispo de Madrid, el color blanco de la piedra se había transformado en un gran lienzo sobre el que los pigmentos de una luminosa mañana de primavera adelantada, o de otoño permanente de la Historia como tiempo escatológico, adornaban el fresco de una iglesia que trasparentaba gracia. Todo es gracia, decía el poeta y escritor, porque en la Iglesia lo humano supera a lo humano en permanente conjugación de trascendencia.

Luz y sonido. La letra y la música, la primera homilía desde la cátedra sonaba, con fuerza y densidad, con profusión y profundidad, así es la voz, y la palabra, del nuevo arzobispo. Retumbaba, la primera iglesia retumbaba. Mientras, los silencios de expectativas y esperanzas van adquiriendo forma, en un templo en que se respira el aire de la comunión, la presencia más que la ausencia, el futuro más que el presente. Navega la cátedra entre un sonido de polifonía lacónica a la que el órgano coopera con fugas de melodías clásicas. La catedral de la Almudena es un himno, como el himno que canta al corazón el viejo Madrid, el himno de pegadizas tonadas que mueven los sentimientos, los afectos, déficit de una forma católica que vive de la abundancia.

La catedral de la Almudena ha recibido a un nuevo sucesor de los apóstoles, en la misma Iglesia, en la misma cátedra, porque es la misma Iglesia, la misma cátedra, el mismo catolicismo, el mismo Cristo, la misma fe, los mismos sacramentos, la misma comunión. No la misma persona, no las mismas personas, lo distinto en lo común, biografías y geografías diversas, de tiempos y circunstancias diferentes, con formas y expresiones diversas. Cristo y el tiempo; la Iglesia y el tiempo. La catedral como testigo y testimonio; la catedral como elocuencia. Ya lo dijo Oscar Cullmann, en su obra Cristo y el tiempo: «El campo de acción de la Providencia no puede ser la Historia, sino sólo el destino del individuo».