Cardenal Tagle: «Los refugiados me están enseñando a amar y a tener esperanza» - Alfa y Omega

Cardenal Tagle: «Los refugiados me están enseñando a amar y a tener esperanza»

Ricardo Benjumea
El cardenal Tagle con un grupo de refugiados de Siria e Irak en Bekaa Valley (Líbano), en marzo. Foto: Comunicación Claretianos

Apenas le ha dado tiempo para reponerse de la paliza de un viaje de 19 horas, pero el cansancio no le hace perder al cardenal Tagle su legendario buen humor. Regalando sonrisas se mete desde el primer instante en el bolsillo al auditorio de la Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada. En más de una ocasión, Tagle hace llorar de risa al público, como cuando gesticula como si estuviera haciendo pesas, parodiando la ilusión contemporánea de que un gimnasio caro nos proporcionará la vida eterna. Solo unos minutos después se hace un silencio sepulcral para escuchar al arzobispo de Manila contar, con lágrimas en los ojos, su encuentro con una refugiada birmana. Entre tanto, sin perder la delicadeza en el tono, deja caer afirmaciones lapidarias, como esta cita de Tomas Halik: «Estoy convencido de que los que cierran sus ojos a las heridas de nuestro mundo no tienen derecho a decir: “¡Señor mío y Dios mío!”».

Este es Luis Antonio Tagle, Chito (de Luisito), como le llaman en Manila, una de las grandes personalidades eclesiales del momento, pero sobre todo un verdadero icono de esa alegría del Evangelio que impulsa el Papa Francisco.

El 8 abril se publica la exhortación del Papa sobre la familia. ¿Qué nos vamos a encontrar?
No he leído el documento, pero creo que lo que presentará el Papa está muy en línea con las orientaciones del Sínodo. Primero, apreciar la belleza de la familia: no desanimarse, sino dar ánimos a las familias. En segundo lugar, acompañar e integrar en la comunidad cristiana a las familias que encuentran dificultades, a las familias heridas. Necesitan sentir que hay una familia más grande, la Iglesia, que se preocupa por ellas. Y en tercer lugar, creo que planteará el reto de cómo todos nosotros, los creyentes, podemos ayudar a las familias. No son solo los religiosos y los sacerdotes, las familias deben acompañar a otras familias en la construcción de una sociedad mejor.

Se cumple un año desde su elección como presidente de Caritas Internationalis, tiempo en el que ha se ha dedicado usted especialmente a la crisis de los refugiados, visitando campos en Grecia o el Líbano. ¿Qué propone la Iglesia ante este drama?
Lo primero es tocar los corazones. Necesitamos que los políticos, los empresarios y —me permito añadir— los militares examinen sus conciencias. Que piensen en los niños, en los niños inocentes que no entienden por qué sus países están siendo destruidos.

Cuando me eligieron en Cáritas, pensé que tendría que llevar a la gente que está sufriendo y a toda la organización dirección e inspiración, pero me doy cuenta de que soy yo el que está aprendiendo de los pobres, de los refugiados, de los trabajadores ilegales arrestados y encarcelados, de los voluntarios que sacrifican sus vidas… Esas personas me están enseñando a amar y a tener esperanza. Es necesario dejarse tocar por ellas. Todos tenemos necesidad de misericordia. Cuando no tienes misericordia en el corazón es fácil infligir heridas a los otros. De ahí proceden muchas de las heridas del mundo. Hay muchas crisis y parece que el mundo se está dividiendo, pero al mismo tiempo, cuando visito los campos de refugiados y veo a los voluntarios de Cáritas y de otras organizaciones, me llena de esperanza. Veo que hay mucho deseo entre la gente de hacer algo por sus vecinos. A pesar de los conflictos, es mucho lo que nos acerca a las personas: el sufrimiento nos acerca; la esperanza nos acerca, la compasión nos acerca. Y estos son los fundamentos. Empecemos por ahí para resolver las crisis de nuestros días.

El Jueves Santo, una de las personas a las que lavó usted los pies fue Andrés Bautista, el presidente de la Comisión Electoral, a solo unas semanas de las elecciones presidenciales en las que la Iglesia pide limpieza y transparencia…
El señor Bautista va a Misa casi todos los días en la catedral de Manila. Afronta una gran responsabilidad con todos los intereses que hay en juego con las elecciones y, cuando la presión aumenta, viene a rezar. Lavarle los pies fue un buen signo para todo el pueblo filipino de que las elecciones no deben tratar sobre poder y ambición, sino sobre servicio.

«Su presentación ha sido como un decreto de beatificación», bromeaba el sábado el cardenal arzobispo de Manila tras escuchar lo que acababa de decir de él el director de la Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada, el claretiano Carlos Martínez Oliveras. Luis Antonio Tagle está acostumbrado a echar mano de sentido del humor cada vez que le llueve un piropo, como cuando le llaman el Francisco asiático o le recuerdan que encabeza las listas de papables en las casas de apuestas británicas. Pertenece a ocho dicasterios vaticanos, hecho único y excepcional. Preside Caritas Internationalis y la Federación Bíblica Católica y es miembro de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos. Pese a tanto cargo, su trato con todo el mundo es extremadamente cercano y afectuoso.

El cardenal Tagle aprovecha la visita para un encuentro en la sede de Cáritas Española en la tarde del sábado. El domingo tiene que volar a Canadá, aunque no sin antes celebrar Misa con la comunidad filipina de Madrid en compañía de monseñor Carlos Osoro. Quizá no tenga tanto tiempo como antes para patearse Manila, pero no pierde ocasión de encontrarse en cada lugar con filipinos en la diáspora.

Usted descubrió su vocación sacerdotal en la adolescencia, en la parroquia, en el voluntariado con los pobres y en un contexto de dictadura. Esa implicación en temas sociales y de derechos humanos ha sido muy característica en la Iglesia en Filipinas, pero también en Corea del Sur, o más recientemente en la India. ¿Lo describiría como una especie de modelo misionero asiático?
Pero no solo en Asia; en todo el mundo la Iglesia tiene que desempeñar un papel público. Por eso es importante la doctrina social de la Iglesia. En Asia, que es el continente más poblado, ocurre que encontramos a algunas de las poblaciones más pobres del mundo. Y los católicos, que siguen siendo una pequeña minoría, provienen muchas veces de esas poblaciones. La Iglesia abraza la situación de sus propios hijos. Esto le lleva a un modo concreto de vivir la fe, ante una serie de heridas causadas por la injusticia social. Pero tenemos mucho cuidado de involucrarnos no desde el punto de vista de la ideología, sino desde el Evangelio.

Su abuelo materno era chino. ¿Podría dar unas pocas claves para la evangelización de este país?
China es una situación única debido a la relación entre la Iglesia y el Gobierno, que ha tenido, digámoslo así, muchos altibajos en las últimas décadas. Hay signos de apertura, pero la clave es la paciencia. También intentamos curar heridas, porque hay cristianos en la Iglesia subterránea [ilegal y fiel al Papa, N. d. R.] y cristianos que ejercitan su fe en la Asociación Patriótica, que pertenece al Gobierno. A veces, estos dos grupos se miran con suspicacia, así que parte de la misión es construir comunión, fraternidad y hermandad entre ellos.

¿De dónde precede la gran devoción popular que existe en Filipinas? ¿Se desvanecerá con el progreso del país?
¡Esperemos que dure! Creo que ese es uno de los frutos de la evangelización que vino de España y también de México. En las Filipinas es muy fuerte la religiosidad y la devoción popular: las procesiones, rituales… son cauces de la fe, especialmente entre la gente ordinaria, aunque también están presentes entre los ricos, porque es parte de su cultura. Esperemos que, incluso con cambios económicos, esa intensa vida devocional continúe. El reto, sin embargo, es cómo hacerla más informada, más realmente fundada en la Biblia y en el Catecismo y más implicada en la transformación social del país.

El cardenal Tagle, el sábado, a su llegada a la 45 Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada. Foto: Comunicación Claretianos

Los obispos filipinos se han opuesto con firmeza a la ley de salud reproductiva, que garantiza el acceso gratuito a los anticonceptivos. Lo han presentado como un tipo de ingeniería social.
No se trata solo de contracepción. La ley afecta a la visión de la Iglesia sobre la persona, la dignidad de la vida humana, el matrimonio… Sabemos que no es fácil, que hay muchas corrientes de pensamiento con visiones distintas sobre el ser humano, la sexualidad…, pero la Iglesia debe continuar anunciando el Evangelio. No podemos actuar movidos por encuestas de opinión. La verdad siempre será proclamada.

Ha contado usted que se ha sentido «reafirmado» por el estilo pastoral del Papa Francisco, ya que, en el pasado, a veces se le acusó a usted de ser «demasiado moderado». Al hablar sobre el modelo de Iglesia que propuso el Concilio Vaticano II, ha dicho usted que «la Iglesia debe oler como el mundo». ¿Es esta la cuestión, mirar más hacia afuera que hacia adentro?
Antes del Vaticano II, en el siglo XIX, especialmente en Italia, la Iglesia se puso a la defensiva, con la pérdida de los Estados Pontificios, la pérdida de tierras, propiedades, autoridad… Y se dedicó a combatir al mundo, al mundo moderno. Pero el mundo moderno continuó su existencia al margen de la Iglesia. Con el Vaticano II, Juan XXIII dijo: «No podemos estar peleando continuamente contra el mundo. Necesitamos salir al mundo, escucharle, tiene cosas buenas y tiene sus heridas…». Necesitamos estar en el mundo para servirlo y evangelizarlo. Es la propia lógica de la encarnación de Cristo. Eso no significa aprobar todo lo que pasa en el mundo, pero sí reconocer que también hay mucho bien y oportunidades para evangelizar.

Es usted un gran contador de historias, en las que alude generalmente a sucesos de la vida cotidiana. ¿De dónde le viene esta habilidad?
Es una cuestión cultural. Cuando dos o tres asiáticos nos juntamos, contamos historias, no sé si siempre muy buenas… Pero también así es cómo enseñaba Jesús, contando historias. Y la Biblia es como una larga historia. Si nos fijamos en las historias de la vida de Jesús vemos que siguen ocurriendo hoy. Jesús visitaba las casas de todo tipo de personas; Jesús lloró cuando murió Lázaro; Jesús fue traicionado por un amigo… Me gusta contar historias para mostrar cómo las historias de la Biblia están conectadas con nuestra realidad.

¿Qué historia contaría para intentar que Europa se volviera más sensible a la realidad de los migrantes y refugiados?
Hay muchas historias, pero una que recuerdo bien es la de una mujer filipina con la que pude hablar en el norte de Italia: «Mientras preparo la comida de los niños italianos a los que cuido me pregunto quién estará preparándoles la comida a mis hijos en Filipinas». Y añadía: «Cuando veo a estos dos niños italianos hago una promesa: los querré como a mis propios hijos». Los inmigrantes son trabajadores, pero tienen la capacidad de amar a las personas a las que sirven como si fueran de su propia familia.

Irene Pozo / Ricardo Benjumea

Conferencia completa de Tagle

Caridad y Misericordia: curar las heridas del mundo

45a Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada
Madrid, 2 de abril de 2016

Ante todo, quiero ofrecerles a todos ustedes mi saludo pascual desde Filipinas y, en especial, desde la archidiócesis de Manila. ¡Feliz Pascua de Resurrección! Quiero también agradecer a los organizadores de la 45ª Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada por invitarme a compartir con ustedes lo que pienso sobre este tema de Caridad y Misericordia como una forma de ayudar a curar entre todos las heridas de este mundo. A través de sus diversos programas, Caritas Internationalis y sus organizaciones locales están a diario en contacto con las heridas y el sufrimiento de las personas. Permítanme compartir con ustedes unas cuantas ideas sobre este tema basadas en nuestra experiencia e iluminadas desde la Palabra de Dios.

Las heridas

Digamos primero algo sobre las heridas. Sería más preciso hablar de personas y relaciones heridas que de heridas. Las personas padecen diversos tipos de heridas. Tan diversas como son las heridas son también sus causas. Permítanme enumerar algunas. La infidelidad y el fracaso en las relaciones en el seno de la familia es causa de heridas para todos sus miembros, que desafortunadamente pasan en muchas ocasiones sus consecuencias a las siguientes generaciones. Como individuos sufrimos también heridas como consecuencias de nuestras acciones y decisiones equivocadas. La falta de una alimentación adecuada hiere el desarrollo físico y mental de los niños. Las culturas indígenas y sus culturas tradicionales son heridas por otras culturas que se pretenden superiores a ellas. El individualismo con su énfasis unilateral en los derechos de la persona hiere muchas veces también la capacidad de las personas de atender a los demás en sus necesidades. Según Kristine Suna-Koro, el etnocentrismo, la xenofobia, el nacionalismo y la intolerancia religiosa son actitudes que en la sociedad hieren a los más pobres. El padre jesuita Daniel Izuzquiza señala con precisión que el individualismo estigmatiza a los extranjeros, a las minorías, a los migrantes y a los pobres, pone a la sociedad en su contra —los discrimina— y les acusa de ser causantes de los problemas de la sociedad. También los medios de comunicación social y la tecnología, a pesar de sus positivas aportaciones a la sociedad, se han convertido en instrumentos de violencia, corrupción y explotación de niños y mujeres en el cibersexo. La cultura prevalentemente materialista y consumista en que vivimos hiere a los trabajadores indefensos y al medio ambiente. Conflictos de tipo étnico, político y religioso siguen produciendo innumerables refugiados, víctimas del tráfico de personas y nuevos esclavos. Grupos terroristas internacionales destruyen vidas, sueños, lugares de gran importancia histórica y cultura y, en definitiva, nuestro maravilloso planeta. También lamentamos las heridas causadas a niños, a mujeres y a los pobres en general por la conducta abusiva de algunos líderes eclesiales. Es apenas un breve listado de las heridas que las personas, la sociedad y el mismo planeta experimentan. Ustedes probablemente pueden completar esta lista desde su experiencia personal.

Las heridas nos recuerdan que hay que curarlas. Pero, ¿en qué consiste «curarlas»? ¿Cómo podemos facilitar su curación? El tema de la curación ha sido objeto de muchos estudios interdisciplinares. No puedo ahora sintetizar los valiosos resultados de esos estudios realizados desde la perspectiva de las ciencias humanas y sociales. Dado que estamos todavía en la Octava de Pascua, invito a todos a levantar su mirada al Señor Resucitado y aprender de él. Los estudios publicados por Roberto Goizueta, Richard Horsley, Barbara Reid, Tomas Halik y el cardenal Albert Vanhoye, por nombrar sólo unos pocos autores, me han ayudado a elaborar mi propia reflexión.

La Aparición del Resucitado a los discípulos y a Tomás (Jn 20, 19-28)

El Evangelio de Juan entre sus relatos de las apariciones del Resucitado cuenta una que se produjo a los discípulos la tarde del primer día de la semana. Las puertas estaban cerradas por miedo a los judíos. Después de darles el saludo de la paz, Jesús les mostró sus manos y su costado. Luego, los envió a una misión de reconciliación y perdón animados por el poder del Espíritu Santo. Tomás no estaba allí en aquel momento. Vamos a leer el relato del encuentro entre el Resucitado y Tomás.

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!».

¿Qué podemos aprender de este encuentro tan cercano?

El Señor Resucitado enseñó a los discípulos sus heridas. Jesús les invita a dirigir la mirada a sus heridas. Insiste incluso en que Tomás ponga sus dedos en las heridas de sus manos y que meta la mano en la herida de su costado. Intentemos imaginar cómo se pudo sentir Tomás. Al ver y tocar las heridas del Señor Resucitado, hace la suprema profesión de fe en Jesús como Dios y Señor. Ver y tocar las heridas de Jesús es fundamental para el acto de confesar la fe. Esto fue verdad para Tomás y es también verdad para la Iglesia de todos los tiempos. Monseñor Tomas Halik dice que «Cristo se acerca a él [a Tomás] y le enseña sus heridas. Esto significa que la resurrección no implica la eliminación o devaluación de la cruz. Las heridas siguen siendo heridas».

Las heridas de Cristo permanecen en las heridas del mundo. Monseñor Tomas Halik añade: «Nuestro mundo está lleno de heridas. Estoy convencido de que los que cierran sus ojos a las heridas de nuestro mundo no tienen derecho a decir: ¡Señor mío y Dios mío!». Para él, tocar las heridas de Cristo en las heridas de la humanidad es condición para tener una fe auténtica. Más adelante dice: «No puedo creer hasta que no toque las heridas, el dolor del mundo. Porque todas las heridas y su dolor, todas las miserias de este mundo y de la humanidad son heridas de Cristo. No tengo el derecho de confesar a Dios si no soy capaz de tomar en serio el dolor de mi vecino. La fe que cierra sus ojos al sufrimiento de las personas no es más que una ilusión». La fe, por tanto, nace y renace continuamente sólo de las heridas del Crucificado y del Resucitado, que se ven y se tocan en las heridas de la humanidad. Sólo una fe herida es creíble. (Malik).

La presencia de las heridas del Crucificado en el Resucitado desafían toda lógica humana. Si yo fuese Dios, manifestaría mi triunfo final eliminando todos los signos de dolor, injusticia y derrota. Enterraría a todos esos signos en el pasado más oscuro para que no resucitasen nunca más. Pero éste no es el camino seguido por Jesús. La resurrección no es una victoria ilusoria.

Al enseñar sus heridas a los discípulos, Jesús quiere que mantengan viva su memoria. Roberto Goizueta señala que «las heridas del cuerpo glorificado de Jesús son la memoria encarnada de las relaciones que definen su vida y su muerte». Las heridas de Jesús son las consecuencias de su relación amorosa y llena de compasión con los pobres, los enfermos, los publicanos, las mujeres de mala reputación, los enfermos de lepra, los niños, los marginados y los extranjeros. Jesús fue crucificado porque amó a esas personas concretas, ellas mismas heridas por la sociedad y la religión. Compartiendo sus debilidades y sus heridas, llegó a la perfección como hermano comprensivo más que como duro juez.

La carta a los Hebreos afirma: «Aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna» (5, 8-9). Las heridas del Señor Resucitado recuerdan a los discípulos el amor que está preparado a dejarse herir por la compasión con la humanidad. Él no infligió heridas a otros sino que estuvo dispuesto a dejarse herir por su amor a los demás. Como dice Frederick Gaiser, «El pastor que cura no está nunca lejos del peligro, no es inmune ante los males y enfermedades de los que pretende defender a su rebaño». Sólo las heridas de amor y compasión pueden curar de verdad.

Hay, además, otro aspecto a señalar en esa restauración de la memoria de los discípulos que implican las heridas de Jesús. Esas heridas también recuerdan a los discípulos la traición, su propia traición y abandono de Jesús cuando, atemorizados, intentaron salvarse a si mismos. Esas heridas les recuerdan la ceguera de la ambición política y del legalismo religioso que condenó a un inocente a morir como un criminal. Las heridas de Cristo Resucitado llevan en sí la memoria del sufrimiento inocente. Pero lo que hace de la aparición de Jesús realmente un misterio divino es que él no se venga de sus discípulos. Por el contrario, les ofrece la paz, la reconciliación, la posibilidad de cambiar y convertirse. Jesús come con ellos. Y les envía a los confines de la tierra a continuar su misión. Las heridas de Jesús invitan a los discípulos a creer que, a pesar de la traición, la reconciliación es posible. La misericordia no se opone a la justicia. La misericordia se opone a la venganza. Barbara Reid comenta que la paz ofrecida por el Señor Resucitado es la consecuencia de «la voluntad de entrar en el proceso de curación, de perdón y de reconciliación más que en una represalia violenta». Las heridas del Señor Resucitado ofrecen a los pecadores y traidores justicia divina y no condenación.

Si queremos ser agentes de curación, debemos ser conscientes de las tendencias de nuestro mundo contemporáneo a negarse a mirar y tocar las heridas de Cristo en las heridas de las personas. Roberto Goizueta subraya que la negación de las heridas y de la misma muerte de Jesús lleva a la muerte de los otros y a nuestra misma muerte. Nos da miedo mirar y tocar las heridas porque nos asusta mirar de frente nuestra propia mortalidad, debilidad, nuestra realidad pecadora, nuestra vulnerabilidad. Ernest Becker observa que evitamos el dolor y el sufrimiento porque son formas no deseadas de recordarnos que somos vulnerables. Nos encanta pensar que teniendo mucho dinero, una buena póliza de seguros, un nivel alto de seguridad, el último modelo de coche, los últimos aparatos electrónicos y siendo miembros de un buen gimnasio, nos hacemos inmortales. Nos cuesta reconocer que también eliminamos de nuestra cercanía a los heridos, los hacemos desaparecer cuando tenemos visitas importantes y cubrimos sus chabolas con paredes pintadas con hermosos murales.

Goizueta afirma con claridad que «cuando negamos la muerte, matamos. Pero también nos matamos a nosotros mismos. El miedo al dolor y la vulnerabilidad nos lleva a rehuir las auténticas relaciones humanas, a evitar ese amor verdadero que siempre implica abrirse y hacerse vulnerables ante el otro. Y, en definitiva, ese miedo al dolor mata nuestra vida interior, nuestra capacidad para sentir —tanto dolor como alegría o amor—». El temor a las heridas nos aísla y nos hace indiferentes ante las necesidades de los demás. El temor lleva a las personas a ser violentas y a tener una conducta irracional. El temor lleva a que las personas intenten defenderse incluso cuando no hay una amenaza real. Los que siembran temor en los otros y en la sociedad, tienen miedo de sí mismos.

En Jesús Resucitado sabemos que, al mirar y tocar las heridas de los pobres y de los que sufren, nos tocamos a nosotros mismos y tocamos a Jesús. Nos hacemos hermanos unos de otros. Reconocemos nuestro pecado por haber infligido tantas heridas en la humanidad y en la creación. Escuchamos la llamada a reconciliarnos. Contemplamos la presencia paciente del Señor Resucitado en nuestro mundo herido.

Llegados a este punto de nuestra reflexión, escuchemos la historia de una joven, refugiada de Birmania. Levantemos la mirada a sus heridas y toquémoslas.

Nací en medio de la jungla. Mi madre me dijo que fui afortunada. Fui afortunada porque nací cuando muchos a mi alrededor morían. Vengo de Birmania donde han muerto miles de personas en la guerra entre el ejército birmano y los grupos de oposición. Nací en la jungla porque mis padres habían huido de casa huyendo de los combates. Cuando estaba en la escuela primaria, tuve que abandonar mi pueblo y, desde entonces, fui de pueblo en pueblo para poder seguir yendo a la escuela. Hasta 1992 tuve la posibilidad de ver a mis padres y hermanos una vez al año, pero no los he vuelto a ver desde entonces porque no he podido volver a casa dado que el ejército birmano ha cerrado todas las carreteras a lo largo de la frontera con Tailandia. Por eso, he tenido que vivir por mi cuenta, sin la ayuda de mis padres. Tengo familiares que viven relativamente cerca pero sé que no puedo tener el amor y el cuidado de mis padres cuando lo necesito. No puedo hablar con ellos cuando quiero. Cuando están enfermos, no puedo visitarlos ni atenderles. Me di cuenta de lo mucho que echaba de menos a mis padres cuando estuve enferma. La vida de un refugiado es muy dura. Necesitaba mucho la presencia de mis padres conmigo cuando estaba enferma en la cama pero no podían estar allí. Lloré muchísimo. Fue muy difícil para mí. No podía ver a mis padres por la guerra. Entonces me di cuenta de que no era la única que lloraba y me sentí consolada. Ahora sé que hay miles de personas que están sufriendo como yo. ¿Cuándo llegará la paz a Birmania? ¿Cuándo se terminará la guerra? ¿Cuándo se resolverán los conflictos entre las diversas etnias? Después de años de huir de un lugar a otro, llegué al campo de refugiados de Karenni. Me pidieron que enseñara en las escuelas del campo. Poco tiempo después, me seleccionaron para pasar un tiempo en Filipinas. Durante el tiempo que estuve allí aprendí mucho sobre derechos humanos y ahora estoy trabajando con el Servicio de Refugiados de los Jesuitas en el campo de la educación. Tenemos mucho trabajo apoyando las escuelas de Karenni de muchas maneras. Me siento feliz porque puedo usar la educación recibida para ayudar a mi pueblo en estos tiempos tan difíciles.

Con sus heridas y lágrimas, esta joven puede ayudar a que otros curen las suyas.

El encuentro con el Señor Resucitado en Galilea (Mt 28, 10)

Para terminar esta conferencia, quiero hacer una pregunta abierta a todos: ¿A dónde iremos al terminar esta Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada? Una vez más, dejemos que sea el Señor Resucitado el que nos indique el camino. En Mateo 28, 10 el Señor Resucitado se encuentra con María Magdalena y la otra María que habían ido a la tumba una vez pasado el sábado. Él nos dice: «No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán».

El teólogo Virgilio Elizondo describe Galilea como «una región marginal, lejos del centro del judaísmo, situado en Jerusalén y Judea, un cruce de caminos de las rutas de las grandes caravanas que recorrían el mundo. Era una región poblada por gentes muy diversas y que hablaban muchos idiomas diferentes». Por el hecho de estar en una zona fronteriza con territorios no-judíos y estar situada geográficamente lejos de la cuidad santa de Jerusalén, se le llamaba a menudo Galilea de los Gentiles. Los galileos eran considerados como un pueblo contaminado por su contacto con los paganos. Eran reputados como un pueblo inferior e impuro. Estaban marginados. Nada bueno podía venir de Galilea.

Pero es precisamente en ese pueblo impuro, de una integridad racial, cultural y religiosa cuestionada donde iban a poder encontrar al Señor Crucificado y Resucitado. Allí, en Galilea, me verán. Allí, el cuerpo de Cristo, la Iglesia, iba a nacer.

Por eso, tenemos que ir a las Galileas de nuestros tiempos, a las fronteras entre creyentes y no-creyentes, a los lugares diferentes, percibidos como amenazas para nuestra fe, a los enclaves impuros e inferiores. Sí, allí proclamaremos la buena nueva de la Resurrección. Pero primero tendremos que descubrir al Señor Resucitado entre los heridos. Con él y sólo con él y el poder de su Espíritu vivificador, la Iglesia podrá renacer y renovarse. No tengáis miedo.

En octubre del año pasado, 2015, visité el campo de refugiados de Idomeni, en Grecia, cerca de la frontera con la antigua república yugoeslava de Macedonia. Miles de personas hambrientas, cansadas y desesperadas, que huían de las guerras en Siria, Irak y Afganistán habían llegado hasta allí. Sólo habían logrado llevar con ellos un poco de ropa y su tesoro más preciado: sus familias. Allí se podían ver las heridas, se podían oler las heridas y se podían tocar las heridas. Había allí mucha angustia pero también mucho coraje, mucha dignidad, y un gran y valiente esfuerzo por mantener viva la esperanza.

Hablé con una mujer griega que estaba supervisando la distribución de alimento, ropa y medicinas. Le pregunté si hacía aquello como parte de su trabajo. Me dijo que no, que se había presentado voluntaria para trabajar en el campo. Sorprendido por el hecho de que añadiese aquel servicio a su trabajo ordinario, le pregunté porque se había presentado como voluntaria. Me respondió: «Mis antepasados también fueron refugiados. Tengo el ADN de los refugiados en mi cuerpo. Estos refugiados son mis hermanos y hermanas. No los puedo abandonar». Estas son palabras de amor y misericordia que vienen de generaciones de personas heridas. Cuando, más tarde, estaba a punto de irme de aquel lugar, vi el letrero que indicaba la salida escrito en griego: Ex odos. Éxodo. Sí, Dios está guiando a su pueblo. El Señor Resucitado está llevando a los heridos en su camino desde el terror de la muerte hacia la esperanza de una vida nueva. El Señor Resucitado estaba en el campo. Él me encontró allí, en los heridos. El campo entero es una Galilea. Id a Galilea, allí me veréis. ¡No tengáis miedo!

+ Luis Antonio G. Cardenal Tagle
Arzobispo de Manila
Presidente de Caritas Internationalis