«Misericordia, Dios mío» - Alfa y Omega

«Misericordia, Dios mío»

Jaime Noguera Tejedor

¿Por qué amar a Jesucristo? Muy sencillo, porque Él mismo nos lo pide. En la última de sus apariciones, tal como nos narra el evangelio según san Juan, Jesús se dirige tres veces seguidas a Pedro y le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21,16). Deberíamos tener presente que «al final de la vida seremos examinados sobre el amor» [San Juan de la Cruz, Sentencias, 57. 122].

Amor como el que Él nos está demostrando desde la cruz.

Ese «¿me amas?» también va dirigido a cada uno de nosotros. Es un «¿me amas?» que no pasa [«El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35], una pregunta que nos hace personas únicas, que nos está aislando en este momento, que nos está poniendo frente a Él. Una pregunta a la que nadie puede responder por nosotros, que nos hace entrar en nosotros mismos, reconociendo nuestras culpas, teniendo presentes nuestros pecados. Para que, en su bondad, tenga misericordia de nosotros, lave nuestros delitos, del todo, limpie nuestro pecado [Cf. Sal 50 (Miserere)].

Él, crucificado, sufriente, tiene sed «de dar de beber por la sobreabundancia de su amor…; arde en deseos de llenar a todas las almas y de saciarlas» [Ignace de la Potterie, El misterio del corazón traspasado, 37]. Ésa es la misericordia con la que Dios nos ama. No por mérito nuestro. Pura gratuidad.

Primera palabra:

«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34)

Solo Dios puede juzgar el corazón humano. A nosotros esto es algo que nos va muy grande. No somos quienes para juzgar si alguien es bueno o malo, además de que hay no pocos condicionantes genéticos y sociales que influyen en nuestra actuación: nuestro temperamento, educación, país, época, circunstancias…Aún así, no estamos determinados, pues siempre podemos escoger entre el bien y el mal. También existe siempre una esperanza de cambio para las personas, mientras nos quede un hálito de vida.

¿Cómo amar, entonces, a alguien que «no se lo merece»? Porque ese es el auténtico amor, el heroico, el que no confunde persona con comportamiento. Somos esclavos de nuestras pasiones y de nuestros deseos. No es que no queramos querer, es que tenemos tal lío en nuestro interior, que no nos queremos ni a nosotros mismos. No sabemos lo que hacemos, vivimos en una sociedad con una cultura mediocre y gris, incapaz de reconocer la energía y la vitalidad sobrenaturales.

Cristo está pidiendo perdón por nosotros, que no sabemos pedir perdón. Nos está enseñando a salir del ciclo del «no perdón», nos está enseñando a pedir perdón y a perdonar. El trato en el amor es la condición necesaria del perdón, que es el ejemplo más puro del amor. Desde la cruz, Jesús nos está enseñando a ser libres, a anticipar las consecuencias de nuestras acciones y de nuestras omisiones, a ser más realistas, a no entrar en contradicciones. A darnos.

Y aunque nos empeñemos en no querer saber lo que hacemos, Él persevera. Siempre. Dios es misericordioso.

2

Junto al Señor estaban dos criminales, también crucificados. Y a uno le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43).

Jesús es realmente el Elegido, el Mesías de Dios, el Rey de los Judíos. Irónicamente, hoy escuchamos estos nombres en boca de aquellos que no creen en Él: los gobernantes de Israel, los soldados y un criminal que está muriendo junto a él. Cualquiera de nosotros podría intercambiarse por ellos… y no se notaría apenas la diferencia.

Ellos, nosotros, sólo son, somos, capaces de ver el escándalo de una persona ensangrentada y clavada en una cruz. Le desprecian con palabras y gestos que ya estaban predichas en las Escrituras [Cfr. Salmo 22,7-9; 69,21-22; Sabiduría 2,18-20]. Si Él verdaderamente es el Rey, Dios le rescatará: así se burlan. Pero Jesús no vino para salvarse a sí mismo, sino para salvarles a ellos… y a nosotros.

El buen ladrón nos enseña cómo aceptar la salvación que Jesús nos ofrece. Él confiesa sus pecados, reconoce que merece morir a causa de ellos. Y, llamando a Jesús por su Nombre, le ruega su misericordia y su perdón.

¿Cómo responde Jesús? Salvando al ladrón por su fe. Jesús le «recuerda», del mismo modo que Dios siempre ha recordado a su pueblo, visitándolo con su obra salvadora, anotándole entre sus herederos elegidos [Cfr. Salmo 106,4-5].

Por la sangre de su cruz, Jesús revela su reinado, no para salvar su vida, sino para ofrecerla en rescate por la nuestra. En cada Eucaristía celebramos y renovamos esta alianza, dando gracias por nuestra redención, esperando el día en que también estaremos con Él en el Paraíso. ¿Nos damos cuenta? Dios es misericordioso.

3

Jesús nos conoce bien, sabe que somos débiles, inconstantes, y nos pone en manos de su Madre: para que sea también nuestra madre. ¿Cómo respondemos a su enseñanza y a su voluntad?

«Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27).

Toda la acción de esta escena de la cruz, de esta tercera palabra, se desarrolla entre tres protagonistas: Jesús, María y el discípulo amado. Todos nosotros somos ahora el discípulo amado, aunque no nos comportemos como si de verdad nos lo creyésemos. Ése es el problema.

Estamos ante el testamento espiritual de Jesús [Ignace de la Potterie, op. cit]. La «mujer» que hasta ese momento había sido la madre de Jesús, a partir de ahora pasará a ser la madre del discípulo: «aquí tienes a tu madre». O sea, que se produce una especie de traspaso de propiedad, en la proclamación de la maternidad espiritual de María hacia todos los creyentes. ¿La acogemos? ¿Aceptamos la voluntad de Dios, obedeciendo? Porque acoger a María es poder recibir mejor a Jesús. Desde la cruz, muriendo, Cristo continúa enseñándonos a creer, porque aceptar a María como madre es la mejor manera de entrar en alianza con Jesús, de parecerse cada vez más a Jesús. María hace con nosotros lo que ya hiciera en la encarnación, convirtiéndose en la madre de Jesús: se somete a la voluntad de Dios y se convierte en madre nuestra. Dios nos hace hermanos suyos «regalándonos» la obediencia de su madre. No hay mayor regalo. Dios es misericordioso.

4

¡Qué duro tiene que ser asumir «todos los pecados de todos los tiempos»! Es lo que está ocurriendo ahora, con esta cuarta palabra:

«Eloí, Eloí, lemá sabactaní (que significa: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”)» (Mc 15,34).

Lo que está escrito sobre Él se está cumpliendo. Estamos acercándonos al punto culminante del año litúrgico, al pico más alto de la historia de la salvación: todo lo que ha sido esperado y prometido debe cumplirse. Esta tarde, al terminar de proclamar el Evangelio de hoy, habrá sido realizada la obra de nuestra redención, la nueva alianza estará escrita en la sangre de su cuerpo quebrantado, colgado en la Cruz en el lugar llamado de la calavera.

Jesús ha sido «contado entre los culpables», como había profetizado Isaías [Cfr. Isaías 53,12]. Él se revela definitivamente como el Siervo Sufriente que el profeta había anunciado, el Mesías largo tiempo esperado, cuyas palabras de obediencia y fe resuenan en este «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

Él, Jesús, el Cristo, obedece y permanece fiel a la voluntad de Dios hasta el final, no se escapa de Su juicio. Él, que se ha ofrecido libremente a sus torturadores, confía en que el Señor le ayude. Nosotros, destinados al pecado y a la muerte como hijos de la desobediencia de Adán, estamos siendo liberados para la santidad y para la vida por la obediencia perfecta de Cristo a la voluntad del Padre [Cfr. Romanos 5,12-14,17-19; Efesios 2,2; 5,6]

Por esta razón Dios lo exalta grandemente. Por esta razón hemos ganado la salvación en su nombre. Siguiendo Su ejemplo de obediencia humilde en las pruebas y con las cruces de nuestra vida, sabemos que nunca seremos abandonados. Porque Dios es misericordioso.

5

«Tengo sed» (Jn 19, 28). Quinta palabra. El crucificado, sufriente, tiene sed de dar de beber por la sobreabundancia de su amor…; arde en deseos de llenar a todas las almas y de saciarlas [Vid supra, nota 4].

La sed de Jesús es el nexo de unión entre la elevación de la cruz, la unión de los dispersos, la formación del pueblo de Dios, el don del Espíritu… ¡es la fe en Jesús, desde todos los puntos de vista, lo que se nos está reclamando! A través de su sed, Jesús nos está haciendo comprender que solo aceptando la acción del Espíritu interiorizaremos la Verdad, y la Verdad se convertirá para nosotros en agua viva de salvación.

Solo así podremos acercarnos a pedir perdón por las guerras, por las persecuciones, por los engaños, por las conveniencias, por las persecuciones, por todo lo que, si nos miramos con algo menos de benevolencia, sabemos que tenemos que pedir perdón.

San Juan nos está hablando de una sed metafórica. Sed de que nos acerquemos a Él a reconciliarnos, a confesarnos, a «reencontrar en esta experiencia el camino para volver al Señor, para vivir un momento de intensa oración y redescubrir el sentido de la propia vida», sed de que nos encontremos con su misericordia: que, como nos enseña el papa Francisco, «es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados no obstante el límite de nuestro pecado» [Cfr. Francisco, Misericordiae Vultus, n. 2]. Jesús tiene sed, porque Dios es misericordioso.

6

«Está cumplido» (Jn 19,30). Sexta palabra desde la Santa Cruz.

Ser bueno es ser alguien; ser malo es no ser nadie. Todo se cumple cuando te encuentras contigo mismo, y eso ocurre cuando tienes la vida ordenada alrededor de Dios. Entonces, tu vida tiene un sentido tan fuerte, que se distingue a la legua: rezas, frecuentas los sacramentos, te acercas al Evangelio. Dios llena tu vida y te explica lo que pasa, te dice lo que debes hacer. Todo se cumple cuando reconoces la belleza, la bondad y el orden que Dios pone a tu alrededor.

Porque todas las cosas, por pequeñas que sean, tienen un sentido para algo y para alguien. No nos dejemos cegar por el egoísmo de la cobardía que reside en la huida continuada hacia adelante. Dios nos indica el camino del cumplimiento, que nunca debe ser injusto ni ofensivo para los demás.

Dios no nos elige para tener éxito, sino para ser fieles. Él decide cuando «se cumplen las cosas». Cristo, nuestro modelo, acepta desde la cruz que «todo está cumplido» y se deja hacer. Porque Dios es misericordioso.

7

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).

El destino de la humanidad está narrado a través de dos «tipos» de hombre: el primer hombre, Adán (el rojillo, el de arcilla) y el nuevo Adán, que es Jesús. ¡Menudo contraste! Uno por el que entra el pecado y otro, Jesucristo, que nos redime. Y «todo lo que hace» es obedecer, obedecer del todo y hasta el final, hasta abandonar su voluntad en manos de Dios. Obedecer lo que el otro hombre, o sea, tú y yo, no obedecemos; hacer por ti lo que tú no quieres hacer. Respetar la alianza.

Este es el drama del mundo contemporáneo: la llamada autoafirmación del que se cree capaz de todo y se fía sólo de sus fuerzas y que piensa que todo lo que tiene se lo debe a sí mismo y a sus capacidades. Los males ya son otra cosa: mala suerte, envidias, cosas así. Y, claro, la desobediencia que viene de «no dejarse hacer».

Modelado con arcilla y lleno del Espíritu que Dios le ha insuflado, Adán es creado hijo de Dios, a su imagen. Como cualquiera de nosotros. Coronado con gloria, le fue concedido el dominio sobre el mundo; el dominio que nosotros pensamos que alcanzamos por nuestras fuerzas y conocimientos. Recibió también la protección de los ángeles, cosa que normalmente no valoramos mucho. Y le creó, es decir, nos creó para adorarle y para vivir «no sólo de pan, sino obedeciendo toda palabra que viene de la boca del Padre».

Jesús fue tentado. El maligno trató de apartar a Jesús de un camino de sufrimiento (hambre), de escondimiento y humillación (lanzarse del templo para ser reconocido) y de obediencia-adoración a sólo Dios (los reinos de la tierra). Satanás le propuso un camino fácil, en su propio interés, lejos del camino que el Padre quería. La respuesta de Jesús fue inmediata y aludía siempre al cumplimiento de la Palabra y de la voluntad de Dios. Jesús no «prueba» al Padre.

Ocurre que, como Adán, nosotros «probamos» a Dios Padre, caemos en la tentación para comprobar hasta dónde podemos llegar, y nos perdemos. Jesús, llegada la hora, se mantuvo fuerte donde Adán, es decir, nosotros, fallamos. Porque nosotros dudamos de Dios en vez de confiar en Él y abandonarnos a Él.

A pesar de ser como somos, Cristo ganó para nosotros y para siempre la gracia. El pecado no nos vencerá más. Sólo hay algo que tenemos que hacer: imitar a Cristo y presentar combate a las tentaciones. Y, cuando caemos, pedir perdón.

Ante la gloria de la cruz, arrepentidos, podemos confiar en su compasión. Tenemos un corazón nuevo, de hijos de Dios. Porque Dios es misericordioso.