Es ahora cuando vas a aprender a amar - Alfa y Omega

Es ahora cuando vas a aprender a amar

No lleves nada para este Camino, que no vas a necesitar avituallamiento ni tienda con anclajes para pasar la noche. Te va a sobrar la mitad de la mitad. Ya la ruta es noche oscura, te lo aseguro, porque no entenderás cuánto te quiere Dios para haber llegado a un desprendimiento tan desmesurado. El corazón del hombre es corazón de pájaro, tiene pequeñas las dimensiones, todo en él parece reducirse a un ejercicio de cálculos y medidas. El corazón del hombre no entiende de amores mayores, ante lo mucho solo es capaz de asombrarse. El amor divino no tiene líneas de demarcación, su cualidad es la desmesura, lo nuestro es saciarnos con lo menudo y hacerlo, además, muy pronto. Por eso vente a esta ruta con los ojos muy abiertos, vente a no entender, a dinamitar la inutilidad de encajar a Cristo en tus pobres reglamentos. Es lo único que Él te pide

Javier Alonso Sandoica

Por Javier Alonso Sandoica
Ilustraciones: Giusy Cristofolini. Parroquia de San Mateo (Verona). www.giusicris.altervista.org

Primera estación: Jesús es condenado a muerte

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Hay un padre que en una tarde de cansancio le dice a su hijo: «No vales para nada en la vida, eres una calamidad». Y el hijo le escucha como si un extraño acabara de dispararle entre las cejas. Las palabras tienen una dureza de acero que provocan la misma lesión que una bala. Desde aquel momento, el chaval está sentenciado a irse muriendo en vida. Aquel que le dio el ser, y que olvidó que era padre, ha marcado su frente con una señal de desamparo ante cualquier decisión que tome. Las palabras que condenan son palabras cadavéricas, hieden, provocan un entierro más doloroso que el del último día.

A Nuestro Señor también le ocurrió. Al Hijo del Hombre ya le condenaron los suyos al inicio de la vida pública. En el momento de salir de casa de su Madre, se encontró con las mil variedades de la condena: obstinaciones energúmenas, indiferencia, juicios despiadados. Piensa solo un instante cuánto dolor provocaría en su sensibilidad humana la desconfianza de los suyos. «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?», dice Pilato a las turbas, y la condena es la misma que ocurría mientras se paseaba por el templo de Jerusalén y acariciaba los lirios del campo, la condena de la desidia. Y quien ama no soporta la indiferencia, porque en ese instante ya le sacude en el alma un inicio de Pasión.

Segunda estación: Jesús con la cruz a cuestas

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Guardo la lectura de Mortal y rosa, de Francisco Umbral, como una experiencia de dolor atroz. El hijo que se le murió al escritor quería ser el centro de atención de los amigos, brillar en el colegio como un Quijote infante que cabalgara por el patio del colegio para buscarse aventuras. Un niño feliz, como todo el que nace para esta vida. Pero le llegó la enfermedad por una puerta lateral, como llegan esas enfermedades incomprensibles, que no preguntan si deben dejarse ver.

La ruta de baldosas amarillas parecía acabarse y se abría para él una trocha menos diáfana. Lo consiguió, el hijo de Umbral llegó a ser el centro de las atenciones. Se cumplió aquel sueño de Quijote infante cuando, entubado en la habitación del hospital, lo rodeaban los compañeros de clase para ver el misterio del amigo que se moría. Qué sarcasmo atroz. Al hijo de Umbral, como a todo enfermo, se le despojó de la púrpura ordinaria, de esa cara triunfal que llevamos todos cuando las cosas funcionan, se le vistió con el uniforme paupérrimo del enfermo, que se asemeja a la ropa de quien guarda condena, y se le colocó una madera de olivo muy pesada en su pequeño hombro derecho.

A Nuestro Señor, que no perdió jamás su infancia, le quitaron todo menos sus ojos de Niño, que miraba sin entender por qué los suyos le hacían daño.

Tercera estación: Jesús cae bajo el peso de la cruz

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Hay una enferma que lleva nueve meses en su cama de hospital, ni siquiera le ha sucedido esa circunstancia tan frecuente de la mudanza de habitación. Hablar de nueve meses es haberse perdido una buena porción de vida, como por ejemplo tres estaciones del año y su correspondiente revolución de la tierra, con la trifulca de los pájaros, la llegada de los fríos, el páramo en las copas de los árboles… Y la enferma allí, encapsulada, ajena al hermoso itinerario del universo. Ya le duele el peso de la cruz y se lo calla, lleva dentro el runrún de las plazas de toros cuando se asoma lío en la faena. No soporta dejarse ayudar, ver a su marido a su lado día y noche, leyendo, y diciéndole que es el amor de su vida. Ella no se lo cree, porque solo se siente un estorbo, el sobre de publicidad del que uno quiere deshacerse cuanto antes. Piensa que su última misión en la vida es dar guerra sin cuartel a los que más ama, y no lo soporta.

Bellamente dejó escrito la doctora África Sendino antes de morir: «Dejarse ayudar supone un nivel espiritual muy superior al del simple ayudar. Porque si ayudar a los demás es bueno, mejor es ser ocasión para que los demás nos ayuden. Sí, lo más difícil de este mundo es aprender a ser necesitado».

Nuestro Señor no puede más y le tienen que levantar de la calzada.

Cuarta estación: Jesús se encuentra con su Madre

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El Evangelio no dice expresamente que la Madre se encontrara con el Hijo en el Camino de la Cruz, pero huelga cualquier duda, ya que ella fue la primera en todo, en regalarle caricias en su vientre; en sentir esas tibias patadas, que las madres llaman pataditas, y son el orgullo de toda embarazada; la primera en verlo llorar cuando vio la luz de Palestina y respiró su tibieza. La Madre llegó hasta la Cruz al tempo de su Hijo en el camino doloroso, y debió de seguir su paso a poca distancia. Los dos en paralelo, aunque el cordón de la seguridad romana les separara las manos.

Hay una madre frente a su hijo muerto en la habitación del hospital. Él tiene la expresión ingenua que permanece en quienes acaban de fallecer, los ojos aún abiertos, la boca con expresión de arrancarse a hablar, pero lleva el pelo perfectamente ordenado. La madre habla con él, como si aún continuara allí: «No te me puedes morir, ¿no ves que este desorden supera infinitamente a una madre?».

Cuando la madre da a luz piensa que el dolor primero convalida los que el hijo tendrá y, como nuestra Madre es madre, no entiende por qué ha dado a luz a un Hijo que va a morirse antes que ella. Y a pesar de tanta inercia de tiniebla, hasta el dolor conserva en su corazón.

Quinta estación: El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz

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Ofrecerte voluntario para una causa grande es muy diferente a que echen mano de ti, que te señalen con el dedo y te pesquen. El caso de Simón de Cirene es el del tipo deslucido que pasaba por allí, ajeno al espectáculo de la burla y que, a regañadientes, obedece a la autoridad para que no le lluevan los látigos. Es fascinante observar cómo Nuestro Señor se deja ayudar por quien no quiere colaborar, se deja embaucar con facilidad por iniciativas nada santas. Un Dios que redefine todos los nombres dados a las divinidades en la historia de las religiones, porque quiere aprovecharlo todo, incluso la indiferencia, para poner Amor donde no existe.

He visto a mucha gente llevar la cruz de sus amigos. Hay una religiosa que acaricia la mano de su superiora, casi ciega, que está atada a una silla de hospital para que no se rasque la piel y se abra las heridas. Pone tanto amor en sujetarla y le dice palabras tan dulces que el espectador se olvida del mundo: «Es como mi madre, me lo ha enseñado todo, y ha sido tan buena», dice.

Las caricias de los nietos a los abuelos que están solos, el hijo que quita el sudor de la frente del padre enfermo, la madre que mira al hijo que sufre en silencio la amputación de una pierna. El hombre nació para sentirse sostenido por otro.

Sexta oración: La Verónica enjuga el rostro de Jesús

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En una biografía maravillosa de la poetisa Emily Dickinson, el escritor Christian Bobin escribe que el amor de los vencedores es un amor dudoso. Y añade un texto que adjudica a la poetisa norteamericana: «Cuando Jesús habla de su Padre, la gente no se fía; pero cuando muestra que conoce la tristeza profunda, entonces le escuchamos, porque nosotros también la conocemos».

La Verónica quiere despegar el hierro candente que hiere el icono de la Hermosura por antonomasia, porque ni la nariz ni los ojos parecen estar en su sitio. El dolor siempre llama a la puerta de los corazones sensibles, y allí encuentra hogar. El corazón que sabe de sufrimientos ha nacido para el consuelo.

En los aniversarios del atentado del 11M, la catedral de Madrid se llena de familiares que rezan por sus difuntos. Allí tienen cabida musulmanes, creyentes cristianos y también quienes guardan la tímida esperanza de que la vida no puede terminarse en un fundido a negro. Pero todos ellos comparten una nueva naturaleza común, un súbito e incomprensible dolor. El mismo de quien preside el templo, una talla de Juan de Mesa, un Cristo sin hermosura que no mira de frente sino al suelo, porque lleva en la vertical de la nuca el peso de la libertad del ser humano.

Séptima estación: Jesús cae por segunda vez

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«Tengo miedo de mi voz / y busco mi sombra en vano. / ¿Será mía aquella sombra / sin cuerpo que va pasando? / ¿Y mía la voz perdida / que va la calle incendiando?». Son versos del mexicano Xavier Villaurrutia.

Caer dos veces no es caerse de nuevo. La primera caída es casi el ensayo general de un primer dolor, el que vuelve a caer se asusta al advertir un rumor nuevo que le llega de quién sabe dónde: «No vas a poder más, claudica». El Hijo del Hombre quiere llevar muy dentro esa tentación de desesperanza que tantos hombres y mujeres musitan cuando la desgracia sube dos milímetros y amenaza con anegarles. Caer dos veces es ver más de cerca un suelo que empieza a transformarse en lugar del que uno ya no espera levantarse. Pero Nuestro Señor no se levanta solo, le izan las manos de quienes tienen prisa por llevárselo a la cruz, pero sobre todo le aúpa la memoria del futuro. A Cristo le llegan las manos de aquellos dolientes que desde siglos posteriores dirán: «Señor, me uno a tu dolor, a él le regalo el mío, que solo ya ves que no puedo, y tu humillación alivia la mía». Estos versos anónimos vienen de todo corazón creyente que no se tiene en pie, y ya no aguanta volver a caer.

Octava estación: Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén

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Hemos aprendido mucho de las Siete Palabras que Nuestro Señor pronunciara en la Cruz, pero las palabras de Cristo camino del Calvario merecerían también alguna monografía.

Apenas le es legítimo hablar a un enfermo que se duele, sencillamente por pura imposibilidad. Todos sabemos que en la brecha abierta del dolor, fijar la atención más allá de uno mismo es un milagro. Si ya la gripe te deja sin ganas de viajar, ni siquiera moverte, la radio te estorba, quieres que los tuyos vengan pero en seguida te cansan, bien sabes que en el momento en que las heridas vociferen te convertirás en un encerrado. Los médicos, cuando advierten que el dolor es insufrible para un paciente, aconsejan a los familiares un protocolo paliativo que le conceda algo de consuelo. Los enfermos que pasan la noche en vela escuchando los gritos de sus compañeros saben que son voces que no superan la techumbre del hospital. Y el Hijo del Hombre, herido como un soldado que vuelve de la guerra, parece tener tiempo, y un divino entusiasmo, para fijarse en las mujeres que lloran. Y en el milagro de su voz rota les recuerda que vendrán más, que detrás del Dios doliente siempre está el hombre, que Dios no puede morir si quedan víctimas a quienes aliviar de su angustia.

Novena estación: Jesús cae por tercera vez

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Caer por tercera vez es acercarse a las propiedades de un objeto inanimado. Ya solo resta la ley de la gravedad, sin más misterio, una piedra arrojada en el lago, la torcaz llena de plomo que cae abatida sobre la retama, la hoja del otoño removida por el azar. Es el universo de las cosas que por quietas hay que mover. El Verbo se hizo Carne, la Carne perdió músculo y hay que recogerla de la calle.

El hombre tras la barrera mira un espectáculo sin precedentes del que no entiende nada. Nunca unos ojos tan abiertos vieron tan poco. Del Drama Divino la gente no sabe qué le pasa al personaje, ni cuál es el argumento. Llegó Beckett a Jerusalén y nos propuso una instalación dramática mucho más incomprensible que Fin de partida, donde los personajes no tienen futuro y no hacen sino repetir un ritual de gestos. Nadie interviene porque nadie se siente aludido. El curioso que se asoma entiende aquello más como suceso ajeno que como propio. Todos desconocen que se escribe la historia de cada uno, pero se volverán a casa contando a la familia el titular de un suceso sin trascendencia, un villano más que será colgado en los árboles de la Calavera.

Décima estación: Jesús es despojado de sus vestiduras

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Los escritores supervivientes de Auschwitz dejaron por escrito el cruel aprendizaje al que se vieron sometidos en el Campo: despojarse de la propia alma. Se empezaba por la maleta, el pelo y la fumigación, y se terminaba por un estado de cotidiana humillación. Dice Primo Levi en su impagable libro Los hundidos y los salvados, que el nuevo prisionero era envidiado por los compañeros que llevaban más tiempo. El recién llegado parecía tener todavía el olor de su casa, llevaba su ropa de a diario y tenía el aspecto de no haber sido saqueado aún. Por eso se le sometía a toda clase de ridiculizaciones, como sucede con reclutas y en las distintas ceremonias de iniciación.

Se asombraba san Juan Pablo II de la dignidad humana: si el hombre tiene tanta altura en el ser, entonces cómo debe ser Dios. Este razonamiento ascendente, del hombre a Dios, se quiebra en Auschwitz y en millones de lugares donde se fustiga la dignidad del ser humano, donde el hombre se convierte en un depredador contra sí mismo. Pero tuvo su meridiano en la preparación inmediata a la cruz. A Cristo se le despoja de cuanto tiene. La Madre que desde el parto puso todo su cuidado en cubrir a su Bebé, padece ahora la impotencia de tanta violencia. Pero a más desconcierto, más amor de Madre.

Undécima estación: Jesús es clavado en la cruz

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Ahora debes guardar silencio. Más acá del violín en el pico de los pájaros de la mañana, ajenos a toda desgracia, se oyen los clavos en la madera. El material común del carpintero, que fuera eficaz en la juventud del Maestro, anda en manos espurias. Guarda silencio, te digo, no porque no haya nada que decir, sino porque hoy debes callarlo todo. Si en el Domingo de Ramos hasta las piedras aullaban de alegría, en esta escena se oye el crujir de los últimos planetas del cosmos.

No quieras ver al crucificado. El que esté libre de pecado que arroje, si puede, la primera mirada a quien es motivo de escarnio. San Benito no pide en la Regla que los monjes mantengan la mirada elevada hacia las alturas celestes, sino que vayan con los ojos vueltos a la tierra, así el monje reconoce la propia distancia con su Señor. Hoy es el día de la distancia, es una severa jornada donde aprenderás a aniquilarte. Pero no en el sentido nihilista de buscar tu desaparición, sino en el de Juan de la Cruz: «Porque en acabándose de aniquilarse y sosegarse las potencias, pasiones, apetitos y afecciones de mi alma, con que bajamente sentía y gustaba de Dios, salí del trato y operación humana mía a operación y trato de Dios. Mi entendimiento salió de sí, volviéndose de natural y humano en divino».

No tomes más iniciativa que ser mirado por quien te desea suyo, y pondrá en tus ojos la pasión de amor más grande que mortal viera. Es ahora cuando vas a aprender a amar.

Duodécima estación: Jesús muere en la cruz

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Afuera, a la intemperie, está viva la muerte de Cristo. No duerme el cadáver, no te engañes, que el cadáver es la carne de la muerte. Matthias Grünewald pintó en el XVI un espeluznante retrato de lo que ocurre por dentro en esta mañana de locos. Su crucifixión es una explosión de trazo expresionista de un mundo que desagua su incomprensión. El Verbo se hizo Carne, y la Carne se detiene, como una vasija de barro que hace su trabajo al revés, la arcilla retorna inerte y el soplo de vida se retira. El dedo que señaló a Mateo está frío como el bronce. A la mirada dulce que echara al joven rico no le queda ni la cuenca de los ojos. El dedo que usara para dibujar en la tierra una palabra fugaz es solo ceniza.

El poeta Hugo Mújica –porque estas cosas hay que dejárselas a los poetas– dice: «Cuando el alma ya es carne,/ cuando se vive desnudo,/ todo el afuera es la propia hondura,/ desde cada otro/ se escucha el propio latido». El Hijo del Hombre ha quedado desnudo y abierto para entrar sin permiso en todo ser humano. De ser tan caudalosas sus corrientes, desde su corazón picoteado por los pájaros más negros, riega infiernos, cielos y las gentes, «aunque es de noche». Es noche cerrada en los dos hemisferios del planeta, y nadie lo sabe. La dictadura de lo visible nos ha dejado ciegos.

Decimotercera estación: Jesús es bajado de la cruz

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La representación que más impresiona a este pobre Virgilio que te ha acompañado por el Camino Doloroso es la imagen del descendimiento de la Cruz. No me gustan los Cristos arrojados al suelo, sino en proceso de descenso, quizá porque a ese movimiento vertical, de arriba abajo, lo denominamos ponerse a servir, condescender. Y este misterio lo estamos aprendiendo hoy por vez primera. Dios llega hasta el hombre como un águila que pierde dignamente vuelo. El Hijo del Hombre desciende hasta los pies de Pedro para lavárselos, y ahora va pasando por manos amigas, desde lo alto de la cruz hasta el sepulcro.

Conservo en mi memoria una poderosa xilografía de Durero sobre el descendimiento. Un hombre pertrechado con un basto lienzo de tela, atado con eficacia a la cruz, descuelga al muerto y lo carga sobre sí. La imagen es tan hermosa que parece un abrazo póstumo entre el Redentor y el desconocido. El espectador solo alcanza a ver la espesa melena de Cristo, que descansa sobre el hombro del operario. Nadie dijo visualmente tanto sobre el itinerario de Dios hasta la altura del hombre.

Decimocuarta estación: Jesús es puesto en el sepulcro

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Una vez, al inicio de mi sacerdocio, despedía en el cementerio a un difunto con un breve responso. Animaba a los familiares con la garantía de que su amigo estaba vivo y acababa de ver a Dios cara a cara. «Vuestro amigo ya sabe», les prometía. El enterrador, a una señal, empezó su faena. Al final de la mañana me dijo secamente: «Padre, llevo en este oficio toda mi vida, y desde que tengo uso de razón nunca he visto a uno de mis muertos escaparse del hoyo». Y es que la muerte tiene celo por quitarnos cualquier barrunto de esperanza.

Los amigos de Jesús dejaron en el sepulcro muchas lagrimas y el amor de la ultima hora. A las despedidas finales les cubre siempre un ala siniestra. Mahler explica en el segundo movimiento de su sinfonía Resurrección: «Tal vez le haya ocurrido a usted en alguna ocasión haber acompañado a un amigo querido hasta su tumba, y luego, de camino a su casa, rememorar la imagen de una hora de felicidad ocurrida mucho tiempo atrás, como un rayo de sol que casi le hace olvidar lo que acaba de suceder». Así se fueron a sus casas quienes más lo querían. Nadie estaba dispuesto a apostar una porción de su pelo por volverlo a ver. Todo había terminado.

Y ahora ve a dormir, que ni hoy ni mañana hay visos de sol en el cielo.