6 de noviembre, fiesta litúrgica de los mártires españoles del siglo XX. Y Cristo bajó a la cárcel...
Muchos de nuestros mártires recibieron en la cárcel la visita del Señor. Durante su reclusión, y especialmente en las horas anteriores a su muerte, vivieron la gracia de la oración e incluso recibieron la presencia de Cristo en los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía. «Jesús bajaba gustoso a compartir nuestra cárcel», relata un testigo de aquellos años. Cuando acabamos de celebrar, el pasado martes, la fiesta litúrgica de nuestros mártires de los años 30 del siglo XX, mostramos cómo fue la vida de fe en las chekas y cárceles de España durante la persecución religiosa
En la madrileña calle de Hortaleza se ha inaugurado recientemente un complejo deportivo con piscina climatizada, zona termal, hidromasaje, sauna y baño turco… Lleva el nombre de Centro Deportivo Escuelas Pías, porque, hace décadas, en este lugar se levantó un colegio de los padres escolapios: las Escuelas Pías de San Antón. Las referencias que nos han llegado hasta hoy cuentan que este lugar fue testigo de numerosos avatares históricos, pero lo que muchos ignoran es que, durante la Guerra Civil, los muros que hoy mantienen el agua a una temperatura agradable para el baño fueron entonces una cárcel temible, y cobijaron a muchos mártires que sólo salieron de allí para partir al cielo.
En los primeros días de la Guerra Civil, este colegio de los escolapios en Madrid se convirtió —al igual que numerosos colegios de toda España— en una inmensa cárcel por la que pasaron numerosos sacerdotes, consagrados y laicos víctimas de la persecución religiosa. Tan es así, que había un pabellón denominado Departamento de frailes. Un superviviente de aquellos años relataba las condiciones en que vivían: «Un rancho escaso y repugnante, suciedad y miseria auténtica, hacinamiento de cuerpos humanos en espacios insuficientes…».
Sin embargo, la persecución que sufrieron aquellos hombres y mujeres fue ocasión de un ejemplo insuperable de fe y de esperanza para los católicos de hoy. Por ejemplo, destaca el testimonio de la comunidad de agustinos de San Lorenzo de El Escorial, encerrados durante varios meses en la prisión de San Antón. Uno de los supervivientes contaba que «hacían su vida de apostolado entre todos los demás presos, y no se preocupaban nada más que de estar alegres. Vivían casi como en comunidad». Los riesgos eran evidentes: una vez, al padre Arturo García le sorprendieron rezando el Rosario, y un guardia conocido como el Petrof le espetó: «¡Con esto debería ahorcarte ahora mismo!». Y el sacerdote Jorge López Teulón cuenta, en El mártir de cada día, que el padre dominico Vicente Peña, asesinado en Paracuellos, «organizó en el patio de la cárcel de San Antón un modo de rezar disimuladamente el Rosario, paseando por el patio en grupos y valiéndose de cuerdas para contar las Avemarías, rezando como quien conversaba».

La de San Antón fue una de las numerosas chekas que se crearon en Madrid y por toda España. Su nombre procede de las iniciales ChK, del ruso Chrezvycháinaya Komíssiya, una sección de la policía secreta soviética. Por extensión, en la España republicana recibieron este nombre los locales en los que, durante la Guerra Civil, se interrogaba, torturaba y asesinaba a los considerados enemigos de la revolución.
En las chekas también se hacían juicios sumarísimos: José Francisco Guijarro, en Persecución religiosa y Guerra Civil, pone el ejemplo de Félix Zapatero, un fontanero de 24 años, de Acción Católica, que fue conducido a la cheka de la calle Fomento: «En el juicio advirtió al tribunal de que, si intentaban matarle por política se defendería, no así si lo hicieran por católico. Le incitaron a denunciar a los sacerdotes de la parroquia, pero se negó rotundamente. Le llevaron a la celda número 0, llamada del tormento, donde destinaban a ciertas personas de las que querían obtener información. La madre y la hermana no volvieron a saber de él».
El Santísimo, en una cajita
Prohibido el culto por las autoridades republicanas, los sacerdotes perseguidos hasta la muerte e innumerables templos reducidos a cenizas por los milicianos, las cárceles y chekas de la España republicana se convirtieron en una verdadera Iglesia clandestina; en ellas tuvo lugar una abundante vida sacramental. Por ejemplo, a la cheka de Porlier, en Madrid, llegó detenido, en marzo de 1937, el padre agustino José Martín. Monseñor Antonio Montero relata, en Historia de la persecución religiosa en España, que el padre José, «con vino, Hostias y un misalete copiado a mano, celebraba la Misa con frecuencia, muy de mañana, cuando los oficiales dormían. Hubo día de dar la comunión a doscientas personas; y en otros días consagraba tres cajas de Hostias, dos de las cuales mandaba a las galerías, quedándose él con una para dar la comunión a cualquier hora». Y hay más: un padre paúl contaba que, s«puestos de rodillas, dividíamos cada forma en seis u ocho pedacitos, que envolvíamos en papel de fumar, para que pudiera recibir a Jesús sacramentado el mayor número de presos. Cualquier indiscreción podía costar la vida; yo guardaba la sagrada forma en una pequeña cajita de máquina de afeitar».
La conspiración del Rosario
También cobraba una especial importancia el rezo del Rosario: «En unión de un padre paúl —cuenta monseñor Antonio Montero—, el padre Martín organizó en su dormitorio, en turnos de dos en dos, el Rosario perpetuo, convirtiendo la cárcel en un verdadero oratorio». La devoción al Rosario en las cárceles de España era tan notoria, que incluso el periódico republicano Claridad denunciaba que, «en la cárcel Modelo, se conspira y se reza el Rosario todos los días».
Sin embargo, el sacerdote madrileño don Miguel Florindo testificó, después de la guerra, que «no quedaba reducida al rezo del Rosario la vida religiosa en la cárcel. El centro vital era, desde luego, la Misa». Y esto era así en toda España: el salesiano padre Viñas, preso de la cárcel Modelo de Barcelona, recordaba que «celebrábamos la Eucaristía casi diariamente en nuestra celda. Jesús bajaba gustoso a compartir nuestra cárcel, en el humilde altar de una tabla carcomida y grasienta, cubierta con un periódico y un pañuelo limpio». Había cárceles en las que, en una celda había misa de seis; en otra, misa de siete; en otra, de ocho… En muchas cárceles, los familiares introducían el Santísimo durante las visitas, oculto entre la comida de los presos.
En el barco-prisión Uruguay, anclado en el puerto de Barcelona, el Santísimo estaba custodiado en una pobrísima caja de pastillas para la tos, forrada con un pañito blanco. Cuando, de madrugada, llamaban a los presos que iban a ser fusilados, dejaban la bodega del barco dirigiendo su última mirada hasta el lugar en el que Jesús estaba escondido en tal humilde copón.
Un confesionario incesante
La audacia y la fe de los detenidos llegaba hasta el punto de celebrar la fiesta del Corpus Christi dentro de los muros de la prisión, con procesión incluida. Así, el jueves 27 de mayo de 1937, en la Modelo de Barcelona, el Superior de los cartujos bajó al patio con el Santísimo guardado en una cajita de metal; a una señal convenida, los presos se colocaron detrás de él en grupos de tres o cuatro, paseando lentamente: «Todos nos sentíamos conmovidos, y no pocos lloraban de emoción. Habíamos convertido las paredes de la cárcel en el templo de Dios», contaba un testigo más tarde.
Junto a tan fecunda devoción eucarística, se puede decir que las palabras del perdón sacramental se repitieron incontables veces en aquellas condiciones tan precarias. Entre los testimonios de aquellos años se puede leer: «Las celdas fueron un confesionario incesante»; «Cuando los peligros de muerte se fueron acrecentando, llegamos a 400 ó 500 confesiones, en el mismo patio»; «Era necesario entrar a la eternidad con los papeles bien claros. ¡Qué confesiones fervorosas aquéllas, cerca de los jergones y camastros amontonados!».
Ejercicios, antes de morir
Además de los sacramentos, en muchas prisiones se llevó una intensa vida de oración. El padre Francisco Llach, de los Hijos de la Sagrada Familia, fue detenido y conducido a la cárcel de Reus, donde organizó unos ejercicios espirituales en preparación para la muerte a los numerosos detenidos, hasta que fue asesinado el 25 de agosto. Ni siquiera entre rejas disminuía el celo apostólico de muchos sacerdotes: en la cárcel Modelo de Valencia, un padre jesuita dio unos ejercicios espirituales de una duración de ¡dos meses, y sólo para una sola persona!, «que quería hacer una buena confesión».

Cuando algún religioso logró introducir el Breviario en la cárcel, muchos le sacaron provecho. El padre Cabanach consiguió llevarlo a la cárcel de Reus y a distintos buques prisión de Tarragona, y allí lo rezaba con otros religiosos. En otra ocasión, ante las dudas de un novicio que veía leer los salmos a los padres bajo una luz mortecina —«¿No estarían dispensados de este rezo tan fatigoso?»—, uno le contestó: «No creas, precisamente lo necesitamos más que nunca; es un consuelo tan íntimo…».
Ver rezar a otras personas de fe movió a muchos a la conversión. En Valencia, una mujer de etnia gitana, Emilia Fernández, que estaba embarazada y compartía celda con varias mujeres de Acción Católica, les pidió que la enseñaran a rezar, y así comenzó a recibir la fe. Un día, las autoridades de la cárcel le ofrecieron mejorar sus condiciones a cambio de denunciar a su catequista, pero Emilia se negó; recluida en una celda de aislamiento, fue abandonada hasta morir al dar a luz a su hijo.
He sido feliz en la cárcel
Al final de la Guerra Civil, una mujer confesaba: «He sido feliz y he rezado en la cárcel más que en toda mi vida». En las paredes de las chekas más temibles, entre los muros de las cárceles más angustiosas, la Iglesia católica en España escribió algunas de sus páginas más hermosas: los que lograron sobrevivir y los que alcanzaron la palma del martirio hicieron suya la oración del salmista: Tu gracia, Señor, vale más que la vida.

Con ocasión del 75 aniversario del holocausto masivo que la mayoría de los mártires de la persecución religiosa española sufrieron en el semestre (julio-diciembre de 1936), el sacerdote don Jorge López Teulón publicó, el año pasado, en Internet el testimonio diario (desde el 21 de julio al 3 de diciembre) de aquellos testigos de la fe, artículos que ahora aparecen recogidos en El mártir de cada día (ed. Edibesa), a la espera de que la próxima Navidad salga el primer tomo. En este Año de la fe, todos ellos son un insuperable testimonio de fe en la vida eterna, como, por ejemplo, el de las últimas horas del Beato Francisco Maqueda, subdiácono de la archidiócesis de Toledo: «Mientras terminaban la cena y aún no eran las ocho de la tarde, cuando llaman a la puerta. —¿Está Francisco? El que estudia para cura. —Sí, aquí estoy yo, dice resueltamente Maqueda. —Vente con nosotros y tira «p’adelante». –Madre, dice Francisco rebosante de alegría, ya vienen por mí. Se abraza a su madre, colmándola de abrazos y de palabras de consuelo y, arrodillándose ante ella con la cabeza inclinada y las manos juntas, le dijo: Madre, déme usted la bendición, que me voy al cielo. Su madre le bendijo y éste la besó las manos. Fue abrazando a sus hermanos y hermanas, diciéndoles: Sed siempre buenos católicos y cuidad de madre. No lloréis, yo pediré por todos. ¡Adiós, madre! ¡Adiós, hermanos! ¡Hasta el cielo, hasta el cielo!
En la ermita del Cristo del Coloquio, convertida en prisión, no cesaba de alentar a todos sus compañeros, diciéndoles que se prepararan con resignación para lo que Dios les tuviera preparado. Y, reuniendo a todos los jóvenes, rezó con ellos el santo Rosario, pasando las Avemarías con una cuerdecita de diez nudos que llevaba en el bolsillo. Cuando llegaron los verdugos, les dijeron se numeraran por sí solos, y Francisco contó para sí el número 1. Cuando les bajaron de la camioneta para fusilarlos, Maqueda pidió entonces ser el último, para alentar a sus compañeros. Les iban rematando a cuchillo, después de tirotearles en las piernas; al acercarse a Maqueda le vieron sonriendo. ¿Aún te ríes?, le preguntaron los verdugos. ¿Cómo no? —contestó él—, si me vais a abrir las puertas del cielo».