Pelagianismo y luteranismo - Alfa y Omega

Hace unos días hubo una discusión en varios blogs en la que he sido protagonista sin proponérmelo. El punto de fricción o escándalo fue el tema de la gravedad del pecado de masturbación. Se trataba de un ejemplo que yo había puesto en una entrevista grabada para alfayomega.es (La herejía que más preocupa al Papa: el pelagianismo en la Iglesia de hoy). Ahora me invitan a que brevemente lo aclare, y lo hago con gusto.

Soy un sacerdote dominico de 80 años y 56 de sacerdocio. Concedo a la moral y al ejercicio de las virtudes todos sus derechos. Es más, si yo pecara en algo de eso les aseguro que me iría a confesar muy pronto porque es lo que he recibido en mi formación y está en mi tradición. Desde ahí he crecido y esa es mi perspectiva del pecado. Sin embargo, tengo que decir que además del rango o plano de las virtudes y de la moral está el de los dones, en el que predomina la acción del Espíritu Santo. Es el plano que hace a uno cristiano adulto.

Cuando hay un predominio de los dones en un individuo o comunidad cambian las perspectivas. Se sube un escalón y se ve otro panorama. Desde la moral y las virtudes no se puede juzgar este nivel del don porque, aun con la gracia infusa, actúan a nivel humano. No dan más de sí. Pues bien, desde el don podemos entender lo que dijo el Papa el 15 de octubre pasado en Santa Marta: «La doctrina de la salvación gratuita en Cristo Jesús es la única verdadera». Fuera del don esto solo es un concepto, no una vivencia salvadora.

Cuando se tiene esta experiencia en el alma, suceden una serie de mociones o fenómenos espirituales: el pecado sigue siendo pecado en ambos rangos, pero el dolor por haber pecado en uno es compunción, y en otro culpabilidad. La moral engendra culpa; el Espíritu Santo compunción. La vivencia fenomenológica del pecado varía en cada una de las situaciones. El ir a confesarse es muy distinto: uno va con el sentimiento de estar perdonado y celebra el perdón y afianza su entrega a Dios; el otro lo hace por temor o miedo a las consecuencias. Es más, si hemos muerto y estamos sepultados con Cristo, es decir, no queremos ya vivir desde el pecado y para el pecado, se trasforma nuestra «personalidad de pecadores», como dice san Pablo, y nos hacemos una criatura nueva.

Siendo así, aunque experimentemos por debilidad algún pecado sin desearlo, la esencia del pecado se ha trasformado también y se ha convertido en un peso, en una cruz, en algo que nos hace clamar ante el Señor, como san Pablo, para que nos lo quite. Seguro que oiremos esta respuesta: «Te basta mi gracia, porque la fuerza se realiza en la debilidad». La Vulgata exhorta en cualquier caso a luchar contra el pecado, pero añade: «Peccatun vobis non dominabitur; non enim sub lege estis sed sub gratia» (Rm 6, 14): «El pecado no ejercerá su dominio sobre vosotros, pues no estáis bajo ley, sino bajo gracia». El pecado no dominará sobre vosotros, aunque caigáis alguna vez. La gracia de que se habla aquí no es la gracia creada, traída a colación por los teólogos desde el siglo XIII, sino la gratuidad con la que Jesucristo nos salva. De ahí que un pecado cometido sin quererlo y por pura debilidad, como puede ser uno de masturbación, no rompe tu muerte y entrega a Cristo. Gracias a Jesucristo y a su gratuidad, el cristianismo no es una fábrica de neurosis y de temores sino de alegría y salvación aun para los más pobres entre los pobres.

Una teología renovada

El pelagianismo quiere salvarnos con las obras propias; el luteranismo por la gratuidad extrínseca. En el catolicismo lo que es gratuito es la gracia santificante y su progreso. La alternativa, pues, no está entre pelagianismo o luteranismo sino entre un cristianismo de esfuerzo y otro movido por la acción del Espíritu. La teología basada en el esfuerzo, en las virtudes y en la moral cree que la experiencia del Espíritu pertenece al reino de la gracia barata y del buenismo. Esa teología ha estado vigente durante mucho tiempo pero ahora se está renovando. No ve más ni puede verlo porque es racional y bajo el dominio de la razón, aunque sea ayudada por la gracia, no se capta la sabiduría misteriosa y escondida de la que habla san Pablo en la Primera Carta a los Corintios.

No me extraña que el Papa Francisco sea tan mal comprendido porque muchos, sin darse cuenta y sin malicia, forman parte de una Iglesia que está muy cercana al semipelagianismo. La misericordia de la que habla el Papa, si se pone en acción solo por la razón y sus virtudes, no traspasa el corazón del mísero que está necesitado de ayuda y comprensión. Para practicar la misericordia tenemos que haberla experimentado primero nosotros en nuestro pecado y en nuestra pobreza por obra de Jesucristo.

Chus Villarroel, OP