Oración y misión - Alfa y Omega

Oración y misión

Alfa y Omega

¿Qué sería del mundo si no fuese por los religiosos? Esta pregunta de santa Teresa, en el Libro de la Vida, la recogió san Juan Pablo II en su Exhortación Vita consecrata, de 1996, y añade el Papa: «Más allá de las valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente por su sobreabundancia de gratuidad y de amor, tanto más en un mundo que corre el riesgo de verse asfixiado en la confusión de lo efímero». Casi dos décadas después, la asfixia describe bien el estado en que hoy se encuentra nuestro mundo, dominado, en expresión del Papa Francisco, por la cultura de lo provisorio: «En la cultura predominante -afirma en Evangelii gaudium-, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio». Y de tal modo, que «lo real cede el lugar a la apariencia». Pues bien, lo real, la auténtica realidad, frente a lo efímero, ¿qué es sino lo eterno que testimonian los religiosos y religiosas? Sí, lo eterno, Dios mismo. Y sin Él, a Quien ellos testifican, ¿dónde quedaría la vitalidad de la misma Iglesia, y hasta el mismo ser hombre y mujer, creados a Su imagen y semejanza?

En Vita consecrata, san Juan Pablo II hace suyas estas palabras del Beato Pablo VI en su Exhortación, precisamente llamada Evangelica testificatio, de 1971: sin la vida consagrada, «la caridad que anima a la Iglesia corre el riesgo de enfriarse; la paradoja salvífica del Evangelio, de perder en penetración; la sal de la fe, de disolverse en un mundo de secularización». Por eso -añade el Papa santo- «la vida de la Iglesia y la sociedad misma tienen necesidad de personas capaces de entregarse totalmente a Dios y a los otros por amor de Dios». Sin este signo, que es la vida consagrada, la Iglesia, y en consecuencia la Humanidad, pierde su alma. Sí, la Iglesia se enfría, y el mundo se pierde. La Historia, ¡y de qué modo tan cruel el último siglo!, ha puesto de manifiesto que un mundo sin Dios, un mundo sin vida consagrada, es un mundo contra el hombre. Celebrar, pues, un Año dedicado a la vida consagrada, a los 50 años de la Constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia y del Decreto conciliar sobre la renovación de la vida religiosa, en unión, además, del Año Jubilar en el 500 aniversario del nacimiento de santa Teresa de Jesús, no es, desde luego, cuestión menor, o del interés particular de unos cuantos. ¡Atañe a la Iglesia entera, y a todos y cada uno de los seres humanos! Bien lo decía la Santa de Ávila: ¿Qué sería del mundo si no fuese por los religiosos?

En su Carta a los consagrados en el Año de la Vida Consagrada, del pasado 21 de noviembre, el Papa Francisco recoge estas palabras de san Juan Pablo II: «¡Vosotros no sólo tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas». E insiste en ello el propio Francisco: «La memoria agradecida del pasado nos impulsa, escuchando atentamente lo que el Espíritu dice a la Iglesia de hoy, a poner en práctica, de manera cada vez más profunda, los aspectos constitutivos de nuestra vida consagrada». Tras la firma de la Carta, el Papa se dirigió a los participantes en el III Congreso mundial de los Movimientos eclesiales y nuevas comunidades, llamados a beber del mismo Don divino que la vida consagrada, y les habló, ante todo, de la necesidad de «preservar la frescura del carisma: ¡Que no se estropee esa frescura!», insistió. ¿Cómo? «Renovando siempre el amor primero». Se lo pide el Papa, ¡y todos y cada uno de los seres humanos! ¿Acaso no es Dios su primera necesidad? ¿Acaso existe otra fuente de alegría verdadera?

«Donde hay religiosos, hay alegría», lo dice en su Carta el Papa Francisco, y bien claro se ve en la portada de este número de Alfa y Omega, y añade: «Estamos llamados a experimentar y demostrar que Dios es capaz de colmar nuestros corazones y hacernos felices, sin necesidad de buscar nuestra felicidad en otro lado». Y esta felicidad, la que Él nos da, es contagiosa, y su contagio es precisamente la misión de todo religioso, misión imposible si no está pegado a Dios. El jueves pasado, a los participantes en la Plenaria de la Congregación vaticana para la vida consagrada, reunidos bajo el lema: Vino nuevo en odres nuevos, les dijo el Papa que avanzaran en «el camino de la renovación», con los medios que la Iglesia pone a disposición «para avanzar en el camino de vuestra santidad personal y comunitaria. Y el más importante es la oración», añadiendo con fuerza: «Decid a los nuevos consagrados y consagradas, ¡por favor, decidles que orar no es perder el tiempo, adorar a Dios no es perder el tiempo, alabar a Dios no es perder el tiempo! ¡Si los consagrados no nos paramos cada día delante de Dios en la gratuidad de la oración, el vino será vinagre!» Oración y misión, en efecto, son inseparables.