Nuevo ciclo de catequesis del Papa, dedicado al Año de la fe - Alfa y Omega

Nuevo ciclo de catequesis del Papa, dedicado al Año de la fe

El Papa ha comenzado esta semana un nuevo ciclo de catequesis dedicado a explicar el Año de la fe. «A menudo -lamentó- el cristiano ni siquiera conoce el núcleo central de su fe católica». Por eso, «hoy tenemos la necesidad de que el Credo se conozca, se comprenda y se rece mejor. Sobre todo, es importante que el Creo sea, por decirlo así, reconocido. Conocer podría ser una acción sólo intelectual, mientras que reconocer quiere decir la necesidad de descubrir la profunda conexión que hay entre las verdades que profesamos en el Credo y nuestra vida cotidiana». En efecto, el encuentro con «un Dios que es amor, y que se hizo cercano al hombre, encarnándose y entregándose en la cruz para salvarnos y volvernos a abrir las puertas del Cielo» es «un cambio que implica toda nuestra vida, todo de nosotros mismos: sentimiento, corazón, inteligencia, voluntad, corporeidad, emociones y relaciones humanas». Éste es el texto íntegro de la catequesis del Papa

RV

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quisiera presentar el nuevo ciclo de catequesis, que se desarrollará durante todo el Año de la fe —que acaba de empezar— y que interrumpe durante este período el ciclo dedicado a la escuela de oración. Con la Carta apostólica Porta Fidei proclamé este año especial, precisamente para que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en Jesucristo, único Salvador del mundo, reavive la alegría de caminar por el camino que nos ha mostrado y testimonie de forma concreta la fuerza transformadora de la fe.

La conmemoración de los 50 años de la apertura del Concilio Vaticano II es una oportunidad importante para volver a Dios, para profundizar y vivir con mayor valentía la propia fe, para fortalecer la pertenencia a la Iglesia, «maestra de humanidad», que, a través de la proclamación de la Palabra, la celebración de los Sacramentos y la obra de la caridad nos guía para poder encontrar y conocer a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. No se trata del encuentro con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva, que nos transforma profundamente, revelándonos nuestra verdadera identidad como hijos de Dios.

El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, orientándolas, día a día, hacia una mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor. Tener fe en el Señor no es algo que abarca sólo nuestra inteligencia, el área del conocimiento intelectual, sino que es un cambio que implica toda nuestra vida, todo de nosotros mismos: sentimiento, corazón, inteligencia, voluntad, corporeidad, emociones y relaciones humanas. Con la fe cambia realmente todo en nosotros y para nosotros, y se revela claramente nuestro destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el sentido de la vida, la alegría de ser peregrinos hacia la Patria celestial.

Pero —nos preguntamos— ¿la fe es verdaderamente la fuerza que transforma mi vida? ¿o es sólo uno de los elementos que forman parte de la vida, sin ser el que es determinante y el que la abarca por completo? Con las catequesis de este Año de la fe, quisiéramos recorrer un camino para fortalecer o volver a encontrar la alegría de la fe, comprendiendo que no es algo ajeno, desconectado de la vida concreta, sino que es el alma de la misma. La fe en un Dios que es amor, y que se hizo cercano al hombre, encarnándose y entregándose en la cruz para salvarnos y volvernos a abrir las puertas del Cielo, indica de forma luminosa que sólo en el amor se encuentra la plenitud del hombre.

Hoy en día, es necesario reiterarlo con claridad. Al tiempo que las transformaciones culturales que se están realizando, muestran a menudo tantas formas de barbarie, que pasan bajo el signo de conquistas de la civilización: la fe afirma que existe verdadera humanidad sólo en los lugares, en los gestos, en los tiempos y en las formas en que el hombre está animado por el amor que viene de Dios, se expresa como don y se manifiesta en relaciones llenas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado a los demás. Donde hay dominación, afán de poseer, explotación, mercantilización de los otros por el propio egoísmo, donde se encuentra la arrogancia del yo encerrado en sí mismo, el hombre es empobrecido, degradado y desfigurado. La fe cristiana, activa en la caridad y fortalecida en la esperanza, no limita, sino humaniza la vida, aún más, la hace plenamente humana.

La fe es acoger este mensaje transformador en nuestras vidas, es acoger la revelación de Dios, que nos hace conocer quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus proyectos para con nosotros. Por supuesto, el misterio de Dios queda siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de nuestros ritos y oraciones. Sin embargo, con la revelación es Dios mismo quien se auto comunica, se cuenta, se hace accesible. Y nosotros recibimos la capacidad de escuchar su palabra y de recibir su verdad. He aquí, entonces, la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros —a través de la obra del Espíritu Santo— las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de ponerse en contacto con nosotros, de hacerse presente en nuestra historia, nos hace capaces de escucharlo y de acogerlo. San Pablo lo expresa con alegría y gratitud: «Nosotros, por nuestra parte, no cesamos de dar gracias a Dios, porque cuando recibisteis la Palabra que os predicamos, la aceptasteis no como palabra humana, sino como lo que es realmente, como Palabra de Dios, que actúa en vosotros, los que creéis» (1 Ts 2, 13).

Dios se ha revelado en las palabras y los hechos a través de una larga historia de amistad con el hombre, que culmina en la Encarnación del Hijo de Dios y su Misterio de Muerte y Resurrección. Dios no sólo se ha revelado en la historia de un pueblo, no sólo habló por medio de los Profetas, sino que ha salido de su Cielo para entrar en la tierra de los hombres como hombre, para que pudiéramos conocerlo y escucharlo. Y, desde Jerusalén, el anuncio del Evangelio de la salvación se ha extendido hasta los confines de la tierra. La Iglesia, que nació del costado de Cristo, se ha vuelto portadora de una nueva y sólida esperanza: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, salvador del mundo, que está sentado a la diestra del Padre, y es el juez de los vivos y los de muertos. Éste es el kerigma, el anuncio central e impetuoso de la fe. Pero desde el principio, surgió el problema de la regla de la fe, es decir, la fidelidad de los creyentes a la verdad del Evangelio, en la cual permanecer firmes, a la verdad salvífica sobre Dios y sobre el hombre, para custodiarla y transmitirla. San Pablo escribe: «Por ella —la Buena Noticia— sois salvados, si la conserváis tal como yo os la anuncié; de lo contrario, habréis creído en vano» (1 Cor 15, 2).

Pero, ¿dónde encontramos la fórmula esencial de la fe? ¿dónde encontramos las verdades que se nos han transmitido fielmente y que son la luz para nuestra vida de cada día? La respuesta es simple: en el Credo, en la Profesión de Fe o Símbolo de la Fe, nosotros nos volvemos a enlazar con el evento originario de la Persona y de la Historia de Jesús de Nazaret, se vuelve concreto lo que el Apóstol de los gentiles les decía a los cristianos de Corinto: «Os he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura» (1 Cor 15, 3).

También hoy tenemos la necesidad de que el Credo se conozca, se comprenda y se rece mejor. Sobre todo, es importante que el Credo sea, por decirlo así reconocido. En efecto, conocer podría ser una acción sólo intelectual, mientras que reconocer quiere decir la necesidad de descubrir la profunda conexión que hay entre las verdades que profesamos en el Credo y nuestra vida cotidiana, para que estas verdades sean real y efectivamente —como siempre fueron— luz para los pasos de nuestra vida, agua que riega nuestro camino árido y sediento, vida que vence algunos desiertos de la vida contemporánea. En el Credo se injerta la vida moral del cristiano, que en él encuentra su fundamento y su justificación.

No fue una casualidad que el Beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de la Iglesia Católica, norma segura para la enseñanza de la fe y fuente certera para una catequesis renovada, se fundara en el Credo. Se quiso confirmar y custodiar este núcleo central de las verdades de la fe, presentándolo en un lenguaje más inteligible a los hombres de nuestro tiempo, a nosotros. Es un deber de la Iglesia transmitir la fe, comunicar el Evangelio, para que las verdades cristianas sean luz en las nuevas transformaciones culturales, y los cristianos sean capaces de dar cuenta de la esperanza que brindan (cfr. 1 Pe 3, 14).

Hoy en día vivimos en una sociedad profundamente cambiada, incluso en comparación con el pasado reciente y en constante movimiento. Los procesos de secularización y de una mentalidad nihilista en la que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad común. De este modo, la vida es vivida con frecuencia a la ligera, sin ideales claros y esperanzas sólidas, en el marco de lazos sociales y familiares líquidos y provisionales. En particular, no se educa a las generaciones más jóvenes para la búsqueda de la verdad y el sentido profundo de la existencia, que supera lo contingente, para la estabilidad de los afectos, para la confianza.

Por el contrario, el relativismo lleva a no tener puntos fijos, la sospecha y lo voluble causan rupturas en las relaciones humanas, al tiempo que la vida se vive en experimentos que duran poco, sin asumirse responsabilidad alguna. Si el individualismo y el relativismo parecen dominar el espíritu de tantos contemporáneos, no podemos decir que los creyentes queden totalmente inmunes ante estos peligros, con los que nos enfrentamos en la transmisión de la fe. La encuesta promovida en todos los continentes, para la celebración del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, ha puesto de relieve algunos: una fe vivida de forma pasiva y privada, el rechazo de la educación en la fe, la brecha entre vida y fe.

A menudo, el cristiano ni siquiera conoce el núcleo central de su fe católica, del Credo, y de este modo deja espacio a un cierto sincretismo y relativismo religioso, sin claridad sobre las verdades en las cuales creer y sobre la singularidad salvífica del cristianismo. No está tan lejos hoy el riesgo de construirse, por así decirlo, una religión hecha por sí mismos. En cambio, debemos volver a Dios, al Dios de Jesucristo, debemos redescubrir el mensaje del Evangelio, hacerlo entrar con mayor profundidad en nuestras conciencias y nuestra vida de cada día.

En las catequesis de este Año de la fe, quisiera ofrecer una ayuda para cumplir este camino, para retomar y profundizar las verdades centrales de la fe sobre Dios, sobre el hombre, sobre la Iglesia, sobre toda la realidad social y cósmica, meditando y reflexionando sobre las declaraciones del Credo. Y quisiera que estuviera claro que estos contenidos o verdades de la fe se enlazan directamente con nuestras vivencias; requieren una conversión de la existencia, que da vida a una nueva forma de creer en Dios (fides qua). Conocer a Dios, encontrarlo, profundizar los rasgos de su rostro pone en juego nuestra vida, porque Él entra en los dinamismos profundos del ser humano.

Que el camino que cumpliremos este año pueda hacernos crecer a todos en la fe y en el amor de Cristo, para que podamos aprender a vivir —en las opciones y acciones diarias— la vida buena y bella del Evangelio. Gracias.