La superioridad del cristianismo - Alfa y Omega

El islam llegó desde Arabia a las tierras de Oriente Medio en el siglo VII con vocación de permanencia. Tras la islamización, fomentada con medidas califales; la apostasía progresiva de los cristianos, impulsada por las condiciones favorables que disfrutaban los que se hacían musulmanes; y las persecuciones padecidas, el número de los discípulos del Verbo de Dios hecho hombre disminuyó hasta quedar ampliamente superado por el de los creyentes en la palabra de Dios hecha libro transmitida por el profeta Mahoma.

El islam se autoproclamó como la última y verdadera religión desde su nacimiento. El profeta Jesús es únicamente el precursor de Mahoma tal y como anuncian el Corán (61, 6) y el Evangelio (Juan 15, 26). Sus biógrafos confundieron el griego parakletos (consolador) del Evangelio con periklytos (alabado) que en siriaco, lengua en la que debieron de conocer la Buena Nueva, suena casi igual que Muhammad, Mahoma. Jesús vaticina la venida de un Muhammad que recuperará su auténtico mensaje.

La apologética cristiana en árabe refutó esta reclamación del islam. Los diálogos entre cristianos y musulmanes en las audiencias de los emires lo escenifican muy bien. En El diálogo de Abrahán de Tiberíades, el emir de Jerusalén Al-Hashimi (s. IX) le pregunta al monje Abrahán qué religión es la superior. «Aquella hacia la que Dios guía a las naciones sin espada y sin sometimiento. La comunidad que se desprende de sus riquezas tolerando el agravio constante y derramando su sangre en toda clase de castigos por obediencia a su Señor y amor a Él. Es la religión de Cristo», contesta el monje. Es la actitud martirial, testimonial, propia de aquellos que están convencidos de la verdad de lo que proclaman y que les lleva a compartir el destino de Aquel en quien creen. Ya lo había afirmado el apologeta san Justino en el siglo II: «Se nos decapita, se nos clava en cruces, se nos arroja a la cárcel, al fuego, y se nos somete a toda clase de tormentos; pero a la vista de todos está que no apostatamos de nuestra fe» (Diálogo con Trifón 110, 4). Un cristiano árabe del siglo IX, el iraquí Ammar al-Basri, señala en su Libro de la demostración una de las razones irrefutables de la verdad del cristianismo: que lo profesen gentes que soportan todo tipo de pruebas por creer doctrinas «irracionales» como las de la Trinidad y la Encarnación. Es innecesario resaltar el paralelismo entre la cristiandad árabe del siglo IX y la del XXI.

A esta actitud martirial, que derrama la propia sangre sin derramar la ajena, garantía de la verdad, se le une la superioridad del contenido del cristianismo. El monje Abrahán defiende la unicidad del Dios trino. Presenta a Cristo como el Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre, que se encarnó para salvar al hombre y hacerle rey del universo. El emir Al-Hashimi sostiene la unicidad, la transcendencia y la omnipotencia absolutas de Dios junto con la negación de la divinidad de Cristo. La ficción literaria subraya una de las debilidades del islam: no satisfacer plenamente las cuestiones fundamentales sobre el hombre. El hombre es un siervo de Dios que ha de cumplir una ley para llegar al paraíso. No es ni su hijo ni su imagen. Dios no comparte la vida del hombre para que este comparta la suya. Pablo de Antioquía, obispo de Sidón en el siglo XII, al escribir a un amigo musulmán es consciente de esta carencia: el islam contiene verdades pero ninguna supone un desafío al carácter último y completo del cristianismo como instrumento de salvación. Ante tales garantías de éxito se puede objetar como fracaso el número ínfimo de los cristianos árabes. Pero la cantidad de levadura es siempre menor que la de harina. Jesús, María y José solo eran tres.

Independientemente de si la violencia es intrínseca al islam o no, muchos se sienten amenazados tanto por él como por los que huyen del horror. Para san Justino, la persecución era una manifestación coyuntural de la lucha que las fuerzas del mal mantienen contra todos los que han querido vivir en fidelidad al Logos; san Efrén, teólogo siriaco del siglo IV, veía en el hombre el campo de batalla de la lucha perdida de Satán contra Dios; y el sacerdote polaco Popieluszko decía en el XX que la pelea era contra el mal, no contra sus víctimas. Conviene no olvidar las palabras de los cristianos perseguidos, porque tanto los del siglo II como los del XX nos recuerdan que la verdad cristiana es superior y que no hay nada que temer: solo dar testimonio de la Verdad.

Pilar González Casado
Profesora numeraria agregada a la cátedra de Literatura Árabe Cristiana de la Universidad San Dámaso