La vida consagrada, profecía de la misericordia - Alfa y Omega

En medio de esta historia, la vida consagrada sigue realizando la misma pregunta que Jesús hizo al ciego de nacimiento: «¿Qué quieres que haga por ti?». En ella subyacen los lemas de la Jornada Mundial de la Vida Consagrada –La vida consagrada, profecía de la misericordia– y de la clausura del Año de la Vida Consagrada –Vida consagrada en comunión–. Aquí, en nuestra Iglesia diocesana, esto tiene una fuerza muy grande. La pasión por vivir el mandato del Señor –«seréis mis testigos» e «id y anunciad el Evangelio»– lleva a todos los consagrados a estar en medio del mundo con actitud de agradecimiento a Dios y esperanza, y a seguir las huellas de Jesús y permanecer atentos a las situaciones de los hombres, preguntando siempre a quienes buscan y se encuentran por el camino: «¿Qué quieres que haga por ti?».

En esta línea, recuerdo la fuerza expresiva y la importancia que tienen las palabras del anciano Simeón cuando ve a Jesús con sus padres entrando en el templo: «Ahora Señor puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador […] luz para alumbrar a las naciones» (cf. Lc 2, 22-40). Los miembros de la vida consagrada, esos hombres y mujeres que viven una comunión plena con el Señor y muestran su rostro misericordioso, según el carisma que han recibido, hacen percibir a quienes se encuentran por el camino lo mismo que experimentó Simeón: agradecimiento, realización, compromiso, esperanza, salvación.

Cuando meditaba la encíclica Lumen fidei, del Papa Francisco, en algunas palabras veía la vida consagrada y la actualidad que tiene en estos momentos de la historia para iluminar el camino de la vida de los hombres. La contemplaba al leer que «poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, este queda en la oscuridad, y deja al hombre con miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso […]» (Cfr. LF. 20-21). Me imaginaba a tantos consagrados que, en medio de situaciones y campos muy diversos, con su entrega profética, son luz; y con los que se hace palpable la cercanía del Señor a los hombres. El presente y el futuro tienen que ser iluminados por la Luz que es el mismo Jesucristo. Y la vida consagrada, en el carisma que Dios ha regalado a cada miembro, muestra esa Luz en lo cotidiano de la vida.

«Seréis mis testigos» con la misma expresión y modo de actuar que utilizó Jesús cuando se encontró con aquel ciego al borde del camino que, al oír su paso, gritaba para que le atendiese. En aquel momento, Jesús se volvió hacia él y le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?». Y es que «seréis mis testigos» e «id y anunciad el Evangelio» están íntimamente unidos a esta manera de estar presente en el mundo de Jesús, quien quiere que su Iglesia siga haciendo lo mismo.

La fe es un don que transforma

La vida consagrada es profecía de misericordia, y esa profecía se hace testimonio y se convierte en la pregunta más necesaria para todos los hombres y mujeres: «¿Qué quieres que haga por ti?». La reacción de Jesús fue inmediata, como es inmediata la reacción de la vida consagrada. No hay situación humana a la que Jesús no dé respuesta con testigos cualificados que dedican y consagran su vida a lo que los hombres necesitan. Y esto en todas las formas de vida consagrada: en la vida activa y en la vida contemplativa.

Deseo dejar claro que en todos los consagrados que he conocido en mi vida, en lo que hacen y dicen, he percibido que, por su fe, saben que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros y les pide manifestar esa cercanía que haga palpar el rostro misericordioso de Cristo. La adhesión al Señor, la fe en Él, es un gran don que nos transforma interiormente, que habita en nosotros, y así nos da la luz que ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano. Y ellos nos hacen entender la novedad que aporta la fe. ¡Qué fuerza tiene ver cómo el consagrado es transformado por el Amor! ¡Qué misterio más grande contemplar cómo, al que se abre por la fe a este Amor que se le ofrece gratuitamente, su existencia se dilata más allá de sí mismo y va en búsqueda de los otros! Y así entendemos lo que el apóstol san Pablo dijo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

En la fe, el yo del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así la vida se hace más grande en el Amor y podemos tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial. Ahí tenemos a la vida consagrada, que proféticamente sale a los caminos de este mundo, haciendo vida el mandato del Señor de ir a todos los hombres y anunciarles el Evangelio. Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza. A este mundo, como muy bien nos ha dicho el Papa Francisco, hay que salir viviendo las bienaventuranzas y la imagen responsable que nos da el juicio final, manifestando que la dicha de habernos encontrado con el Señor se realiza y verifica en obras: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25, 34-36).

El evangelio de la alegría

El Papa Francisco nos habla del «evangelio de la alegría». Y sabemos que «evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Hijo, para que la humanidad tenga la verdadera sabiduría, que engendrará el nuevo humanismo», que no solamente no aparta a los hombres de la relación con Dios, sino que los conduce a esa relación, ya que garantiza la verdad de lo que es la persona humana y las relaciones entre los hombres. El Amor tiene su origen en Dios.

Aquí está la riqueza de formas diversas de vida consagrada que salen al encuentro de todos. ¡Qué tarea más apasionante mostrar cómo Dios nos ama de un modo obstinado y nos envuelve con su inagotable ternura! San Juan Pablo II se dirigió a los enfermos en Polonia así: «La Cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre. […] La cruz es como un toque de amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre». Me vais a permitir un desvarío: la necesidad más grande del hombre es ser curado, sanado y amado. Y «la vida consagrada, profecía de misericordia», se acerca a la historia concreta de los hombres para mostrar el rostro misericordioso del Señor que sigue preguntando a todos los hombres: «¿Qué quieres que haga por ti?».