La Iglesia es Madre - Alfa y Omega

«La Iglesia es Madre, y como todas las madres sabe acompañar al hijo necesitado, levantar al hijo caído, curar al enfermo, buscar al perdido y sacudir al dormido, así como defender a los hijos indefensos y perseguidos. Hoy quisiera aseguraros, especialmente a estos últimos, la cercanía: estáis en el corazón de la Iglesia; la Iglesia sufre con vosotros y se honra con vosotros; vosotros sois su fortaleza y su testimonio concreto y auténtico de su mensaje de salvación, de perdón y de amor. ¡El Señor os bendiga y proteja!»: así dijo el Papa Francisco, dirigiéndose de modo especial a los iraquíes, en la audiencia general del pasado día 3, alentando a todo el pueblo cristiano a rezar por la paz.

Por estas mismas fechas del pasado año 2013, el Santo Padre pedía con fuerza oraciones por la paz, con la mirada puesta en «las numerosas situaciones de conflicto que hay en nuestra tierra, pero, en estos días, mi corazón está profundamente herido por lo que está sucediendo en Siria y angustiado por la dramática evolución que se está produciendo». Un año después, bien a la vista está el porqué de la angustia del Papa, y la urgente necesidad de la oración, que abra los corazones al Único que salva, de modo que la angustia se torne en esperanza. Es la esperanza que brota en la vida de la Santa Madre Iglesia, la Morada de Dios entre los hombres, y por ello el lugar de la salvación. En su Mensaje al Meeting de Rímini de este año, cuyo centro de interés era precisamente una constante invitación suya: Hacia las periferias del mundo y de la existencia, ¡hacia los que sufren!, el Santo Padre Francisco lo dejó muy claro: «Nosotros no salvamos el mundo, sólo Dios salva».

Es Dios hecho carne, efectivamente, quien sufre en Irak, Siria y todo el Próximo Oriente, a la vez que, con su Amor infinito, sana las heridas y lleva la única verdadera esperanza a los hijos indefensos y perseguidos, como testimonia el tema de portada de este número de Alfa y Omega. Y este Amor, al mismo tiempo, no puede dejar de gritar que cese ese mal que tantos y tan terribles sufrimientos está causando, hoy más espantosos aún que los que hacían decir al Papa Francisco, el septiembre de 2013, estas palabras: «Todavía tengo fijas en la mente y en el corazón las terribles imágenes de los días pasados. Hay un juicio de Dios y también un juicio de la Historia sobre nuestras acciones, del que no se puede escapar. El uso de la violencia nunca trae la paz. ¡La guerra llama a la guerra, la violencia llama a la violencia!».

Sin duda, reviven las palabras de Juan Pablo II ante el peligro, y el subsiguiente estallido de la Guerra del Golfo: «Las noticias llegadas durante la noche -lo decía el 17 de enero de 1991, a sus más cercanos colaboradores- sobre el drama que se está llevando a cabo en la región del Golfo han despertado en mí y -estoy seguro- en todos vosotros sentimientos de profunda tristeza y gran desconsuelo. En estas horas de grandes peligros, quisiera repetir con fuerza que la guerra no puede ser un medio adecuado para resolver completamente los problemas existentes entre las naciones. ¡No lo ha sido nunca y no lo será jamás!» Porque el único medio adecuado no es otro que el amor y el perdón que vive, anuncia y entrega a todos sin distinción la Madre Iglesia. Es lo que hizo al Papa san Juan Pablo II -incansable luchador por la paz- en sus mensajes, ante la amenaza de la guerra, el 11 de enero al Secretario General de la ONU, diciéndole que «la Humanidad angustiada no puede resignarse a la idea de la guerra», y el día 15, justo la víspera del estallido bélico, a los Presidente de Estados Unidos y de Irak. El domingo anterior, día 13, en el que el Papa había convocado a toda la Iglesia a orar por la paz, «ante el peligro inminente» de guerra, en el rezo del ángelus advirtió de sus consecuencias desastrosas, diciendo: «Además de los combates, ¿cuántos civiles, cuántos niños, cuántas mujeres, cuántos ancianos serían víctimas inocentes de una catástrofe semejante? ¿Quién puede prever las destrucciones y los daños ambientales que se seguirían de ello y no sólo en esa área? En las condiciones actuales, una guerra no resolvería los problemas, sino que sólo los agravaría». Dos días después, escribía a los Presidentes Bush y Saddam. Vale la pena evocar ambos mensajes: «En los últimos días -decía al norteamericano-, he subrayado las trágicas consecuencias que podría tener una guerra en aquella área; y aunque se pudiera resolver momentáneamente una situación injusta, las consecuencias que con toda probabilidad se derivarían serían devastadoras y trágicas». Y al iraquí le recordaba que «la experiencia enseña a toda la Humanidad que la guerra, además de causar muchas víctimas, crea situaciones de grave injusticia que, a su vez, constituyen una poderosa tentación a ulteriores recursos a la violencia».

La llamada de la Madre no fue escuchada. Pero cuantos sí la escucharon hoy son los que acompañan, curan las heridas y defienden a los hijos indefensos y perseguidos; y los que siguen orando por la paz, atrayendo la única fuerza que cambia los corazones, para que puedan acoger «el gran don de la paz». Así lo dijo san Juan Pablo II, en el ángelus del 13 de enero de 1991. Sí, ¡es don! Nos es dado: por el Único que puede darlo, ¡el Príncipe de la Paz!