Vivir bajo el terror - Alfa y Omega

Vivir bajo el terror

Dice el Patriarca caldeo, monseñor Louis Sako, que lo que está ocurriendo en Irak a manos de los yihadistas del Estado Islámico «supera a la imaginación más febril». No es una exageración. En Irak se crucifica en la calle, los terroristas juegan con las cabezas de las personas a las que acaban de degollar, niñas y mujeres son vendidas como esclavas ante los ojos de la comunidad internacional y hay gente a la que han quitado todas sus posesiones en la más absoluta de las impunidades. «No tienen alma, ni corazón. Son máquinas de derramar sangre». Ésta es la crónica del terror. Así es la vida bajo el califato del Estado Islámico

Redacción
En Iraq hay 150.000 desplazados por la violencia del EI. Familias separadas, padres desesperados y niños solos, que tratan de reunirse en los campos de refugiados

El 17 de julio de 2014, la amenaza que se cernía sobre los cristianos iraquíes se hizo realidad. Los terroristas del Estado Islámico (EI) —antes Estado Islámico de Irak y Siria— lanzaron el ultimátum. Conversión al Islam, huida o muerte. Ese día, Yousif Paulus, esposo de Shmouni y padre de dos hijas, lloró desconsoladamente. «Prefiero morir antes que dejar mi parroquia», decía este hombre, tras 30 años de servicio y trabajo conjunto con el sacerdote de su barrio. Pero no tuvo opción: tenía que poner a su familia a salvo. Los cuatro partieron hacia Bartilla, donde les esperaban algunos parientes. En su paso por los check points del EI, perdieron todas sus posesiones: «Les robaron el dinero, las joyas, las identificaciones y los pasaportes, como a todos los cristianos que pasan por los puestos de control. Hasta les quitan los medicamentos. Nain, un padre de clase media, dejó hasta su coche en el check point ante la amenaza de los terroristas de violar a sus tres hijas, entre 18 y 22 años. Tuvieron que continuar un camino de kilómetros a pie, con lo puesto», explica el director de Cáritas Irak, Nabil Nissan, a Alfa y Omega. La familia de Yousif, como tantas otras, ahora malvive en Bartilla, «y no tiene intención de volver a Mosul, especialmente después de que los islamistas escribieran en la puerta de su casa la letra N (de Nazarenos)».

Aun así, la familia Paulus ha tenido suerte. Ellos, al menos, están vivos. Muchos otros —«cientos de personas, miles probablemente», según el informe Limpieza étnica, de Amnistía Internacional— fueron ejecutados en el avance mortífero del Estado Islámico.

Un tiro por la espalda

Es 3 de agosto. Dos camiones pick-up llegan a Solagh, un pueblo al sur de Sinjar. 14 milicianos del EI comienzan a agrupar a las mujeres y niños pequeños en un lado, y a los hombres y niños mayores de 12 años en otro. Al segundo grupo —unas diez personas— lo suben al pick-up. Minutos después, paran el coche en el cauce seco de un río y los obligan a arrodillarse. Les disparan por la espalda. «Murieron todos; lo vi desde el lugar donde me había escondido y donde permanecí mucho tiempo después de la marcha del Estado Islámico», cuenta un testigo del crimen.

15 de agosto, pueblo de Kocho. La población ha tratado de repeler los ataques del Estado Islámico durante 12 días. Ahora, ya no pueden luchar más. Elias Salah, de 59 años, estaba allí. «Nos dijeron que fuéramos a la escuela secundaria, su cuartel general desde que llegaron. Nos obligaron a entregar nuestros móviles y, a las mujeres, sus joyas. 15 minutos después, empezaron a subir en dos camiones a los hombres y niños. Yo iba en un Kia pick-up con otros veinte. Condujeron hasta las afueras del pueblo y nos hicieron bajar del coche. Nos pusieron en fila y nos fotografiaron. Después, abrieron fuego. Me hirieron en la rodilla, y me dejé caer al suelo, como si estuviera muerto. Me quedé boca abajo, inmóvil, hasta que dejaron de disparar, y un buen rato después de que se hubieran marchado. Luego escapé. Había otros seis supervivientes, pero no recuerdo sus caras, no podía pensar en nada, no era capaz de fijar la mente. No sé qué ha pasado con mi mujer, mis seis hijas y mis dos hijos. No sé si están vivos o muertos».

Una religiosa atiende a mujeres cristianas llegada de Qaraqosh hasta Erbil, tras el ultimátum del Estado Islámico

En cada pueblo tomado por el EI se suceden testimonios similares. También las angustiosas crónicas de quienes dejaron familiares allí, ancianos o enfermos que no podían afrontar un viaje. Es el caso de una familia de Qaraqosh. Huyeron casi todos, pero la madre, anciana, se quedó en su casa con la compañía de su hijo y su nuera. Los tres viven en manos del Estado Islámico. Se niegan a convertirse al Islam y permanecen encerrados en su hogar, ya casi sin comida. Si sale el hombre, los del EI entrarán en su casa y se llevarán a su mujer. Si es ella la que sale a por comida, los del EI se la llevarán. Si salen juntos, entrarán en casa y matarán a su madre. En su desesperada situación —tienen que aguantar además los insultos y maltratos de sus vecinos musulmanes—, han llegado a decir que desean que los maten cuanto antes, para terminar con el suplicio que viven. La historia la cuenta el sacerdote argentino Jorge Cortés, instalado en Bagdad, hasta donde han ido dos familiares de este matrimonio, para pedir el certificado de Bautismo —paso obligado para solicitar el visado que les permita salir del país—. Son muchos los cristianos que ven en el exilio su única salida.

Aun así, en medio de tanta violencia, surgen comportamientos heroicos y solidarios, como el del pequeño musulmán que alertó a su profesora, cristiana, de las amenazas del EI, o el taxista que montó en su coche a un cristiano y a sus hijos, y los llevó hasta la frontera de Bartilla. Ya hay quien los llama los Schlinder musulmanes, porque arriesgan su propia vida por salvar a sus vecinos. Hace unos días, el diario italiano Corriere della Sera recogía el testimonio de un empresario que compra a las mujeres vendidas como esclavas en el mercado de Mosul y las traslada a Bagdad, para enviarlas por avión junto a sus familias, refugiadas en el Kurdistán. También el del vecino de Dhiab Butrus, que ha prometido al cristiano, refugiado en el Kurdistán, que encontrará a su padre y a otros cuatro miembros de su familia en la invadida Qaraqosh.

Cristianos iraquíes muestran sus documentos personales en una de las largas colas que se forman en las fronteras del país

El infierno a 50 grados

Quienes han visitado los improvisados campos de refugiados, vuelven con la sensación de haber pasado por el infierno. El obispo de la Iglesia caldea en Nueva Zelanda, Su Beatitud Mar Meelis, explica a Alfa y Omega que «la situación es desesperada, y la población está viviendo en medio de un enorme sufrimiento. Los refugiados de las comunidades cristianas y yazidíes están durmiendo en la calle soportando temperaturas de más de 50 grados, bajo los puentes, o en las salas vacías de colegios e iglesias. Necesitan ayuda, ayuda urgente, y Naciones Unidas todavía no ha hecho nada». Reclama protección internacional para los supervivientes y refugiados, porque se enfrentan, según su propia definición del EI, a una «máquina de matar sin conciencia ni alma, sin corazón». ¿Quién, si no, es capaz de degollar con cuchillos a niños de apenas diez años? ¿Quién es capaz de vender como esclavas sexuales a cientos de mujeres y niñas? ¿Quién es capaz de apalear hasta la muerte a un enfermo del corazón que se niega a renunciar a su fe cristiana? Y ¿quién puede destrozar a un pequeño de 10 años, de forma que su familia tenga que recoger sus restos en una bolsa de plástico, como relata Kaleed, un obrero de la construcción testigo del asesinato de dos niños de 10 y 12 años que jugaban en la calle?

Volvamos a esa ayuda para los refugiados que solicitaba el obispo Meelis. A los que duermen en colegios, se les viene ahora un nuevo problema: los tendrán que abandonar en cuanto comience el curso escolar. Para ellos, serviría una solución como la que se ha tomado en Erbil, capital del Kurdistán iraquí, donde un empresario ha abierto la sexta planta del Nisthiman Mall, un edificio comercial con tan sólo la primera y la segunda planta ocupadas con algunas tiendas. Allí duermen cerca de 1.100 cristianos. Uno de ellos es Khalid Zaki, un cristiano árabe que, hace unos meses, representaba El Mercader de Venecia en un teatro local de Qaraqosh —ahora, una ciudad fantasma en la que los musulmanes de aldeas cercanas entran a saquear las migajas que han dejado los terroristas—. «El 7 de agosto por la mañana llegamos aquí, muchos de nosotros con lo puesto y después de tardar 15 horas en recorrer 80 kilómetros, porque las carreteras estaban plagadas de personas que también querían huir», cuenta Khalid en un testimonio recogido por la página web Bagdadhope.

Junto a él, duermen Majeed Iyu con sus cuatro hijos. Este profesor de Matemáticas perdió la pierna en 2003, durante un bombardeo al inicio de la guerra de Irak. Siempre ha vivido con el temor como compañero. «Tan sólo dos meses después de terminar la universidad, comenzó la guerra con Irán y tuve que servir al ejército durante 5 años», cuenta el hombre, de 55. «Además, en las filas era considerado un anti-patriota por ser cristiano». No es la primera vez que tiene que huir. En 2007, los extremistas sunitas irrumpieron en su hogar y le obligaron a dejar la ciudad, bajo amenaza de muerte.

Según datos ofrecidos por Cáritas Irak, ya hay más de 300.000 desplazados, la mayoría cristianos y yazidíes. «Viven en condiciones infrahumanas, que cada vez van a peor», afirma Nissan, el director de Cáritas Irak. Y recuerda que las principales necesidades son un techo, comida y agua. En Erbil, el arzobispo, monseñor Warda, recorre, junto a voluntarios y sacerdotes, las zonas de desplazados, para servir comida y coordinar la asistencia espiritual y humanitaria.

Y luego están las secuelas psicológicas. «Llevamos más de un mes desplazados de nuestras casas, y no vemos ningún progreso en nuestra situación. Parece que nuestro caso ha sido olvidado», afirma monseñor Petros Mouche, arzobispo siro-católico de Mosul. «Nos preguntamos el porqué de este silencio mortal en el resto del mundo», señala a este semanario el arzobispo, y recuerda la historia de Kristina, una niña de tres años que fue secuestrada delante de su madre por un miembro del Estado Islámico, en la ciudad de Qaraqosh. De esto ha pasado un mes «y su madre y su padre están devastados, no saben nada de ella».

Los miembros de Ayuda a la Iglesia Necesitada que visitaron Erbil reclaman la misma ayuda especializada para quienes han visto, por ejemplo, morir a sus hijos en la calle, con la primera bomba caída en Qaraqosh. «No puedo seguir viviendo aquí. Este país está lleno de sangre», grita desesperado el padre de David, uno de los niños asesinados. A su lado, su mujer llora calladamente la pérdida de su hijo.

Una religiosa atiende a mujeres cristianas llegada de Qaraqosh hasta Erbil, tras el ultimátum del Estado Islámico

El sufrimiento de la Iglesia

El patriarca caldeo Louis Sako, en un comunicado enviado a AsiaNews, advertía del peligro del silencio y la pasividad internacional, que «alentarán a los fundamentalistas del Estado Islámico a cometer nuevas tragedias». Y afirmaba que «el mundo aún no ha entendido la gravedad de la situación», porque aún queda una segunda fase de la catástrofe: la inmigración de estas familias, que causará «la disolución de la historia, el patrimonio y la identidad de este pueblo». La solución, para el patriarca, pasa por que la comunidad internacional, encabezada por Estados Unidos y la Unión Europea, «tome medidas concretas para aliviar la suerte de una población maltratada». Una petición que también elevó monseñor Tomasi, Observador Permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas en Ginebra, durante la XXII sesión especial del Consejo de Derechos del Hombre. Monseñor Tomasi añadió que es preciso «bloquear el flujo de armas, el mercado clandestino de petróleo y el apoyo indirecto al EI». Y subrayó que «los autores de estos crímenes contra la Humanidad tienen que ser perseguidos con determinación».

Por eso, la Iglesia no deja de alzar su voz. El Papa Francisco ha mostrado reiteradamente su sufrimiento por los cristianos de Irak, y también su orgullo por tener «hijos» como ellos. «Son la fuerza y el testimonio concreto de la Iglesia. Son el auténtico mensaje de salvación, de perdón y de amor», explicó en la audiencia del pasado miércoles.

Los patriarcas orientales, encabezados por el maronita Beshara Rai y el prefecto de la Congregación para las Iglesias Orientales, cardenal Leonardo Sandri, se han dado cita desde el martes, hasta hoy, en la capital estadounidense. El objetivo de la reunión es mostrar la situación de persecución y asesinatos que sufren los cristianos en Oriente Medio, y pedir ayuda a Barak Obama.

También los representantes de las Cáritas de Oriente Medio se reunirán, del 15 al 17 de septiembre, en el Vaticano, para analizar la crisis en la región. El secretario general de Caritas Internationalis, Michel Roy, señaló que «las necesidades crecen y los recursos disminuyen. La situación está fuera de nuestro alcance, y tenemos que hacer algún movimiento importante, ya que se está destruyendo a sociedades enteras que vivían en paz». En la reunión, «planearemos la mejor manera de responder a las tragedias de Siria, Gaza e Irak».

Echando la vista atrás, quienes han vivido las anteriores persecuciones étnicas y religiosas en el país, aseguran, con un poso de amargura, que los terroristas del EI son «peores que Sadam» y piden, ellos también, ayuda y protección internacional. Piden salir de un infierno que es, así lo dicen los refugiados, «peor que la muerte».

Cristina Sánchez Aguilar / Rosa Cuervas-Mons