Al comienzo de la Navidad, una densa niebla cubrió los atardeceres del Valle del Tiétar. Es el ambiente navideño de siempre. Las noticias no eran menos grises… la situación en Oriente Medio, los cristianos perseguidos, su Navidad entre bombas y huyendo de ciudad en ciudad evitando la masacre; el terror, los emigrados, los refugiados… Una voz se oye en Ramá, lamento y llanto amargo. «Es Raquel que llora por sus hijos». La gente que pasa por el monasterio también deja sus peticiones, sus lágrimas, se confía, nos confía sus penas… ¡y también sus alegrías y sus esperanzas! Hemos cantado villancicos con niños y adultos en un ambiente de verdadera alegría y dicha, con personas que nos contaban sus anhelos, la superación de situaciones difíciles, su fe viva, su ardiente esperanza…
Entre todas las visitas, llegó un grupo de franciscanos conventuales con un regalo: las reliquias de sus hermanos asesinados en la sierra de Perú por Sendero Luminoso. Esos tres jóvenes polacos que fueron allá a entregar la vida por el Evangelio, por el Reino, hoy son aclamados con inmensa alegría porque su ofrenda ha dado frutos de paz en aquel pueblo y hoy se cosecha en él la alegría y el gozo. «La gente insensata pensaba que morían, pero ellos están en paz». Hoy sus vidas brillan como estrellas en un cielo oscuro. Una tarde feliz. Terminamos con un villancico: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra al hombre paz porque ha nacido el Mesías, en Belén en un portal».
Podemos constatar la realidad del horror y de la muerte, pero también esa otra realidad que es portadora de esperanza: la del bien, la misericordia, la entrega, la alegría aun en el dolor, la unidad en medio de los conflictos… ¡y esa realidad tiene una fuerza que transforma el mundo! Es la fuerza del bien y del amor. Para lo que Él vino a este mundo.