Siempre, la puerta abierta - Alfa y Omega

Lunes, ocho de la mañana. Ya hay un buen grupo de madres haciendo cola a la puerta de la escuela. Es el primer día tras las vacaciones y comenzamos las inscripciones para el nuevo curso, así que son muchas las familias que han querido madrugar para asegurarse una plaza. Tenemos capacidad para acoger a unos 350 alumnos nuevos, pero en apenas cinco horas tenemos ya 500 inscripciones. La afluencia ha sido tan grande que a la una hemos tenido que cerrar. Ha sido un día intenso pero muy agradecido, al ser testigos de la alegría de las familias al saber que por fin sus hijos irán a la escuela.

Martes, ocho de la mañana. Esta vez tan solo son media docena las madres que esperan en la puerta. Me toca dar la cara, disculparme, explicar que la lista de espera supera ya los 150 alumnos y que, por el momento, no podemos hacer nada. Se van tristes pero resignadas; son ya muchas las veces que los sirios se topan con puertas cerradas. Me siento impotente, la necesidad es tanta que da la impresión de que por mucho que nos esforcemos no cambiamos nada.

A lo largo de la jornada el timbre no deja de sonar. Es un goteo constante de madres que se acercan a probar suerte. Son las vecinas de las que se registraron ayer y se han enterado tarde. Me siento tentado a no salir más, a cerrar la puerta y colgar un cartel, pero no puedo.

Quizás no podamos hacer grandes cambios pero no somos burócratas de la caridad. Cada persona importa, cada persona es digna de ser escuchada aunque a veces duela. Hay que tener la piel dura para no derrumbarse pero, sobre todo, el corazón tierno para dejarse tocar por la vida de cada uno. Hay que dejar siempre la puerta abierta.