...y yo soy para mi Amado - Alfa y Omega

...y yo soy para mi Amado

En 1977, Pablo VI pidió que el vía crucis del Viernes Santo, que se celebraba alrededor del Coliseo, tuviese como hilo conductor textos de santa Teresa de Jesús, la gran reformadora espiritual a quien había nombrado Doctora de la Iglesia en 1970. Aquel vía crucis fue el último del Papa Montini, y contó con la aportación del carmelita español Tomás Álvarez. Su texto, editado en su día por la editorial Monte Carmelo, ha permanecido en el olvido hasta hoy, cuando el lector puede encontrarlo en estas páginas. El Papa cumplía así el consejo de la mística, que recomendaba contemplar la Pasión y «pensar las penas que allí tuvo, y por qué las tuvo, y Quién es el que las tuvo y el amor con que las pasó»

José Antonio Méndez
Cristo atado a la columna y Santa Teresa de Jesús, obras de Gregorio Fernández, en el Carmelo descalzo de San José, de Ávila

La experiencia del dolor y de la angustia, de la prueba y del llanto, es uno de esos trances por los que toda persona pasa antes o después. Y tan natural es verse asediado por la congoja, la enfermedad o la muerte, como huir de ellas como de la peste. El temor y el rechazo al sufrimiento es tan viejo como la raza humana, y por eso, ya en el siglo XVI, santa Teresa de Jesús se vio sacudida por el huracán de la zozobra. Ella, que era de familia acomodada y se había acostumbrado a «traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabello, y olores, y todas las vanidades», y que vivía una vida tranquila, se vio torpedeada por la aflicción y por los interrogantes que ésta suscita: ¿por qué la cruz? ¿Por qué Dios quiso escribir las páginas más importantes de la Historia con lenguaje del dolor? ¿Qué pedagogía divina es ésa que escoge el camino del Calvario, de la Pasión y la tortura; qué Dios-Amor se encarna en la inseguridad, la fragilidad, el miedo?

Para encontrar la respuesta, tuvo que cambiar el prisma. Un día, ya carmelita, al contemplar la imagen «de un Cristo muy llagado», entendió que tenía que dejar de mirar su vida —la temprana muerte de su madre; su enfermedad; la insana religiosidad de su tiempo que promovía «más temor servil que amor»; la incomprensión de su Orden, «que más ha de temer el fraile y la monja a los mismos de su casa que a todos los demonios»; la persecución de sus superiores…—, y empezar a mirar a Jesús. Y así, dejó de mirar su cruz y empezó a mirar al Crucificado, a sentirse «por Él amada», a ver cómo el sufrimiento se llena de Su consuelo, y hasta «se sacan bienes» cuando se reposa en Cristo. Por eso, la mística proponía contemplar la Pasión, pues «es bueno discurrir un rato y pensar las penas que allí tuvo y por qué las tuvo y Quién es el que las tuvo y el amor con que las pasó», y «ocuparse en que mire que le mira, y le acompañe y hable y pida y se humille y regale con Él». La santa entendió que, de esa contemplación, surge el amor, y en ese trato da Dios la Gracia, y por la Gracia, el cambio del corazón que lleva a acoger la cruz, e incluso, si Dios lo dispone, a pedirla y desearla, pues «todo es dado de Dios» y la cruz no se busca, ni se puede aceptar siquiera, en un esfuerzo de masoquismo voluntarista, sino en un «trato de amor».

Pablo VI, el Papa que cerró el Vaticano II, acudió a la gran reformadora de la Iglesia para recordar, en la que sería su última Semana Santa , que «el camino de la Cruz es el camino de la vida», pues en ella se descubre a Aquel de quien Teresa decía: que es mi Amado para mí / y yo soy para mi Amado.