El don apacible - Alfa y Omega

El don apacible

Manuel Cruz

Ahora que nos disponemos a caminar por el inquietante nuevo año, quisiera recordar a un matrimonio madrileño que vio truncada su felicidad en el ya lejano puente de la Inmaculada. Sus vecinos de las altas torres que se alzan frente a la madrileña Vaguada los conocíamos cariñosamente como la pareja feliz, por la estela de simpatía que dejaban a su paso. Su abierta y permanente sonrisa la ofrecían como un don a cuantos se cruzaban con ellos en el ascensor, en el portal de la casa o en la calle. 30 años casados, dos hijos estudiosos… parecían haber asimilado aquella recomendación en la que tanto insistía el bueno de Jesús Urteaga: «Siempre alegres para hacer felices a los demás».

Así hasta que un día festivo, el hijo menor pidió permiso para acompañar a unos amigos a un viaje que no tendría retorno. El hijo adolescente fue arrollado por un tren, en el cercano Oporto, donde había seguido a uno de esos célebres grafiteros que Arturo Pérez- Reverte ha inmortalizado en su escalofriante novela El francotirador paciente. El protagonista de la historia imaginada por el académico, –Stinger, creo recordar– murió arrollado por el metro de Roma mientras trataba de demostrar con sus tubos de espray porqué había alcanzado su renombre como autor de enigmáticos mensajes.

No es el caso de relatar unos hechos que han sido suficientemente jaleados en los medios de comunicación. Lo que me importa es que esa sonrisa franca de paz que sembraban mis vecinos ha desaparecido de momento de su rostro. Y con el mensaje del Papa en la mente en esta Jornada de la Paz, con el que nos llama a derribar el muro de la indiferencia, me siento obligado a corresponder a la sonrisa que nos regalaban Paco y Tere y que, de manera tan sencilla, nos hacían felices con su felicidad.

Espero que algún día vuelvan a sonreír porque la vida sigue, y al final nos espera el Padre común de todos. Pero en el corazón de cuantos los conocíamos no dejará nunca de brillar ese don apacible que emanaba de sus rostros, más fuerte que toda la literatura del Nobel Mijail Shojolov, de quien tomo prestado el título de su novela más leída. ¡Gracias, queridos vecinos, por vuestra sonrisa, por vuestro testimonio de mutuo amor, por regalarnos vuestra amistad. Sí, gracias…!