Peregrinos hasta el cielo - Alfa y Omega

Peregrinos hasta el cielo

El domingo, España se despertó conmocionada por el accidente que había tenido lugar en Cieza, en el que fallecieron quince personas de Bullas, y entre ellas su párroco, que murió al poner el cinturón de seguridad a un joven, antes de ponerse el suyo. El grupo volvía de peregrinar al sepulcro de Madre Maravillas, donde había ganado la Indulgencia Plenaria por el Año Jubilar Teresiano. El Papa ha enviado un telegrama a las familias, y los reyes asistieron al funeral, que presidió el obispo de Cartagena

José Antonio Méndez
Un momento del funeral por el eterno descanso de los fallecidos, presidido por el obispo de Cartagena

El sacerdote Miguel Conesa llevaba dos meses como párroco de Bullas, en Murcia, y acompañaba a sus feligreses a la peregrinación que cada año realizaban al Carmelo de La Aldehuela, en la diócesis de Getafe, para venerar el sepulcro de santa Maravillas de Jesús (cuya nodriza era del pueblo, y por eso se conserva en Bullas una especial devoción a la santa). Hoy, las carmelitas de La Aldehuela explican que «aquí conocíamos a don Miguel de otras ocasiones; era un hombre muy cercano, muy entrañable y muy de Dios. Estuvo hablando con algunas de nosotras junto a parte del grupo, y nos pidió que rezásemos por él, para que fuese santo. Después, cuando el grupo estaba visitando el museo de la Madre Maravillas, se quedó solo rezando en la iglesia, hasta que una voz desde fuera le gritó: ¡Don Miguel, nos vamos! Ahora vemos que parecía la voz de Dios, que le llamaba para verse en el cielo».

Y es que sólo unas horas después, pasadas las 11 de la noche, en la carretera de Calasparra, a la altura del término municipal de Cieza, el autobús en el que viajaban caía por un terraplén en medio de unas circunstancias que la Guardia Civil sigue intentando esclarecer. Según testigos presenciales, ni el sacerdote ni el joven que iba a su lado llevaban puesto el cinturón de seguridad, y al ver que caían por el terraplén, el párroco puso a toda prisa el cinturón a su acompañante (que salvó la vida) en lugar de ponerse el suyo. Miguel Conesa fue una de las 15 víctimas mortales del accidente, que dejó también más de 40 heridos. A todos ellos y a los familiares de las víctimas se ha dirigido el Papa Francisco a través de un telegrama, en el que se muestra «profundamente apenado» y «pide fervientemente a Dios que conceda el eterno descanso a los fallecidos, el total restablecimiento de los heridos y el consuelo a cuantos lloran la pérdida de sus seres queridos».

También el obispo de Cartagena, monseñor Lorca Planes, quiso consolar personalmente a los familiares antes, durante y después del funeral, al que también asistieron los reyes de España. Y aunque sus cuerpos sí descansaban en los féretros, los fallecidos, en realidad, ya no estaban allí: como dicen las carmelitas de La Aldehuela, «aquí ganaron la Indulgencia Plenaria del Año Teresiano, así que en medio de tanto dolor, y aunque ahora hay que dar rienda suelta al llanto, no queremos olvidar que aquí vinieron como peregrinos, y su peregrinación ha terminado como todos querían: en el cielo, abrazados por el amor misericordioso de Dios».

Miguel, en una foto enviada por su amigo J. A. Rugeles.
Y se marchó con luz

Parece una contradicción. ¿Cómo es posible que alguien parta con luz, con mucha luz, en medio de la oscuridad de un barranco, o aun peor, en medio de la oscuridad de la muerte? Y sin embargo es así. Fue así, la noche del sábado pasado en una carretera de Murcia. Volvía de Madrid, de La Aldehuela para ser más preciso, con alegría, trasmitiendo su alegría a los demás, a sus feligreses que había acompañado a rezar en el sepulcro de santa Maravillas de Jesús.

Regresaba cansado pero contento. Con ese cansancio que tienen quienes gastan y desgastan su vida por Jesucristo, y con esa alegría, que en el fondo del alma tienen –aun en medio de los dolores y de los sufrimientos– quienes aman a María. Y él la amaba. Sí, don Miguel Conesa, párroco de Bullas, amaba a la Virgen y la amaba con pasión. En una carta, hace dos años, comentaba: «Muchas veces pienso, cuando salgo a visitar a los enfermos y llevarles la Sagrada Comunión y veo tanta gente alejada de Dios: Señor, ¿quién puede dar vida a un muerto? Y caigo en la cuenta de que soy tan pobre, tan poca cosa, para poder dar vida. Tengo claro que todo depende de mi unión con Dios. Pero en seguida renace mi esperanza, vuelo con mi pensamiento a la Santísima Virgen y le digo: Madre mía, lo que yo no puedo, hazlo tú. Aunque siento, como diría san Maximiliano María Kolbe, que la Inmaculada me ha elegido como instrumento suyo y actúa a través de mí. Todo en mi vocación y en mi ministerio se lo debo a la Madre de Dios».

Más adelante, al comentar una Misión Mariana de los Heraldos del Evangelio, en su anterior parroquia, escribía: «La Misa de despedida y el concierto fueron maravillosos, los parroquianos estaban asombrados, nunca hemos visto cosa igual, y la alegría se manifestaba en sus rostros. Cada uno sacaba de ese manantial inagotable, que es el Corazón Inmaculado, todo cuanto necesitaba para la vida temporal y la eterna, porque en ese corazón sólo hay misericordia».

En ese Corazón sólo hay misericordia. Esas palabras resuenan con fuerza en los momentos en que alguno se puede preguntar: ¿Y por qué te lo has llevado, Señor? Y con sus propias palabras se puede responder: Madre mía, lo que yo no puedo hacer, hazlo tú. Se diría que el Señor lo quiso llevar porque estaba ya maduro para el encuentro definitivo. Y a pesar del dolor de su familia y amigos, de su diócesis, de sus parroquianos, sabemos, desde la mirada de la fe, que ahora no se le termina la alegría que contagiaba en esta vida mortal. Por eso se marchó con luz, con mucha luz, en medio de la negrura de la noche y de la muerte, porque se fió de Jesucristo, se sintió mirado y amado por María, y a otros transmitió esa luz con entusiasmo y ardor.