La «C» de Merkel - Alfa y Omega

La CDU, el partido de Konrad Adenauer que lideró la reconstrucción de Alemania tras la segunda guerra mundial, tiene estos días una cita trascendental en Karslruhe. Allí se desarrolla un congreso al que la canciller Angela Merkel llegaba, supuestamente, debilitada por su política de acogida a los refugiados. Quizás esa debilidad fuese un espejismo, o quizás no exista hoy por hoy una alternativa posible, lo cierto es que, como ha titulado el Süddeustche Zeitung, «La jefa ha vuelto». Aquella que Zapatero denominó «fracasada» ha vuelto a demostrar su capacidad de conducción política, más aún, su capacidad de hablar al país que la ha elegido.

¿Cuál es el secreto de Merkel? No tiene nada de ese glamour que ahora identifica lo que algunos denominan «nueva política», sonríe lo justo, parece dudosamente simpática y no hace concesiones a la galería. Seguramente Merkel no es tampoco un faro intelectual (no la han elegido para eso), pero suele tener clara la ruta y tiene una eficacia envidiable para comunicarla. Es realista pero está muy lejos de un pragmatismo sin alma. Tampoco sería justo identificar a esta hija de un pastor luterano como un mero contable, o un administrador fiable pero desapegado de la realidad palpitante. A algunos les parecerá curioso: la misma correosa firmeza que ha empleado en aplicar la regla de oro de la reducción del déficit en Europa, la ha usado para mantener, contra viento y marea, la necesidad de una política generosa de acogida de los refugiados.

En Karlsruhe Merkel no ha dudado en blandir la «C» que encabeza el acrónimo de su partido: «significa cristiano», ha dicho la canciller, reivindicando la tradición política de Adenauer. Aquí en España eso resultaría inconcebible, pero en Merkel es una seña de identidad que no resulta impostada. Mil veces ha confesado que su fe no sólo le sostiene en su vida personal sino que da forma a su concepción del mundo, y por tanto de la política. «El problema de Alemania no es mucho islam, sino demasiado poco cristianismo», se atrevió a decir en una ocasión. Y nadie se le echó encima.

Esta vez, ante su propio partido que duda, ha enviado un diagnóstico claro: «nos inquieta lo que va a cambiar, si nuestra cultura se resentirá por la llegada de un número tan alto de musulmanes… pero la exclusión no es una opción». No es que Merkel no vea el problema, que lo es (también para sus legítimos cálculos políticos), sino que entiende que Alemania sólo puede ser fuerte si tiene la capacidad de acoger y de integrar. Eso requiere un tejido social y una cultura de fondo que, como mínimo, renquean en una Europa en la que la canciller sigue creyendo.

Porque ese es otro aspecto esencial. Frente a los demonios de un nacionalismo exacerbado que vuelven a surgir en la Alemania profunda, Merkel es una garantía rocosa. Su pacto interno con los socialdemócratas del SPD y su alianza de hierro con Francia indican esa decisión de impedir que el gigante alemán bascule hacia el lado oscuro. Lejos de mí pensar que Merkel sea perfecta, y menos aún (sería estúpido) que sea eterna. Y la gran pregunta es si la tradición política, cultural y religiosa que ha forjado su personalidad sigue teniendo hoy la fecundidad necesaria para generar nuevos líderes. En los últimos años le han tirado a la cara los estereotipos más odiosos, y sin embargo su presencia en la cancillería de Berlín ofrece un punto de seguridad, y también de luz, que tal vez un día echemos en falta. En todo caso, qué verdad es que no dan igual unos políticos que otros.

José Luis Restán / Páginas Digital