Cuando Teresa llegó a nuestro monasterio como huésped pidiendo ayuda, era como un ovillo de cardos, con el corazón lleno de contracturas. Necesitaba contarse ante otra persona: se habían derrumbado ante ella muchos mundos, se había tambaleado su firmamento personal hasta no dejar nada en pie. Abandonos, fracasos, heridas y soledad, de ahí su infinito relato de apocalipsis íntimos.
Más que dar esperanza, debíamos buscar lo que quedaba de ella entre los escombros. Y ahí estaba, agazapada en el último rincón como una niña aterrada. La esperanza es la última en perderse porque guarda una certeza, que la última palabra no está en nosotros. La esperanza aguarda al Único que salva al hombre.
Ha sido un largo viaje. Ha sido preciso sacar a Teresa de sus curvaturas sobre sí misma, de las defensas en las que estaba encerrada y ayudarla a levantarse, a alzar la cabeza y esperar de pie al Hijo del Hombre. Me dijo: «Cuánta misericordia habéis tenido conmigo». Yo le respondí: «Sí, cuánta esperanza».
Una cosa clara: nunca se puede desesperar de nada ni de nadie. El ser humano, tocado por la gracia, se levanta del polvo 70 veces siete. Cuando parece no quedar nada, queda la esperanza. La huella de la misericordia de Dios en nosotros es esa invencible esperanza, hechura suya, que Él ha dejado grabada a fuego en el barro humano y que nos orienta hacia la Vida, la salvación, el Amor, la verdadera felicidad, y nos hace esperar en ello. Esta esperanza nos salva. Es la fuerza que nos levanta del polvo, nos alza de muerte… porque Él se acerca, viene, y nos salvará. Sí, ¡cuánta esperanza despierta la misericordia de Dios en nuestras vidas!