Palabras de un hijo - Alfa y Omega

Palabras de un hijo

«Me quedé como fascinado», cuenta monseñor Loris Capovilla, sobre el momento en el que conoció al Beato Juan XXIII, de quien fue secretario durante diez años. Destaca del Papa bueno su «simplicidad y prudencia» y cómo hablaba al Señor Jesús «con la inocencia de un niño». La relación filial que tuvo con él —añade monseñor Capovilla— «no ha terminado», sino que «se prolongará durante toda la eternidad»

Redacción
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Poco antes de morir, el Papa beato Juan XXIII «habló con sus familiares, habló con todos. Uno por uno, todos besaron su mano y salieron. Yo me quedé el último. Él estaba tendido en la cama, yo me arrodillé junto a su almohada y dije algunas palabras que un hijo o un nieto diría. Dije lo que debía, pedí perdón —también yo soy un pobre hombre—. Cuando estoy diciendo estas cosas, llorando, pone sus manos sobre las mías y me dice: Loris, olvídate de estas cosas. Yo he soportado tus defectos y tú has soportado los míos. Después me dice: Cuando todo acabe, vete a encontrarte con tu madre. Yo le digo: Santo Padre, nos veremos pronto. Y él tuvo el valor incluso de tener una sonrisa en sus labios, y dijo: No, debes trabajar mucho».

Toda la eternidad

Son las últimas palabras que intercambiaron, en este mundo, monseñor Loris Capovilla, secretario personal durante una década de Angelo Giuseppe Roncalli, y el Papa bueno. Así lo relata el secretario, de 97 años, en una entrevista con don Rafael Ortega, director del Congreso Católicos y Vida Pública. Este encuentro forma parte del documental elaborado por CEU Media, que se proyectó durante el congreso como homenaje a este Papa.

Este diálogo en el lecho de muerte del Papa no fue una despedida. Aunque comenzó a trabajar para él en 1953, monseñor Capovilla recuerda haber conocido a Angelo Roncalli cuando éste era aún sacerdote, y él un seminarista de 20 años: «La figura, el rostro, los ojos, la sonrisa…, me quedé como fascinado. No sólo por el hombre, que suscitaba simpatía, sino por algo que no sabría explicar ahora exactamente. Desde aquel momento, seguí a ese hombre». Era 1935, y desde entonces esa relación «no ha terminado. Estoy seguro de que se prolongará durante toda la eternidad».

Los años que pasaron juntos, primero en Venecia, y luego en el Vaticano, fueron de intenso aprendizaje. Entre otras muchas cosas, el cardenal Roncalli transmitió a Capovilla estas palabras que él había recibido de monseñor Radini Tedeschi, el obispo del que, a su vez, había sido secretario: «Para ser sacerdote, hace falta pensar en grande y mirar alto y lejos. No a tu pequeña Italia, no a Occidente, no sólo a nuestros negocios». Palabras más que apropiadas para el Papa que inició el Concilio Vaticano II. Uno de los recuerdos más entrañables para monseñor Capovilla es el discurso de la luna, que el Papa improvisó la misma noche de la apertura del Concilio, el 11 de octubre de 1952. «Llamé a la puerta. Estaba hablando con su Secretario de Estado, y yo dije: Santo Padre, es la hora. Y me dijo: ¿La hora de qué? Se había olvidado. Dije: De la bendición a los cientos de miles de antorchas que han accedido a la plaza, como homenaje a la Virgen, a la divina maternidad de María, como homenaje a los Padres conciliares, como homenaje a usted. Dice: No, no, es suficiente, he cerrado la jornada, he hecho el discurso esta mañana en la basílica. Todo lo que debo decir lo he dicho, es suficiente. No está bien que me deje ver de nuevo y que me aplaudan».

Vida angélica

Prosigue su secretario: «Si él decía No, era No. Sabía que era un hombre curioso de entender. Dije: No importa, Santo Padre. Pero miré a la plaza desde las persianas, desde la ventana. Parece que la plaza está incendiada. Dijo él: ¿Cómo incendiada? Se levantó enseguida y fue a ver. Vio este espectáculo y me dijo con severidad: Ponme la estola, daré la bendición y no hablaré. Va al balcón, ¿y qué sucedió? Bueno, yo soy creyente», asegura monseñor Capovilla, y, dirigiéndose al Beato, da su explicación: ese discurso «te lo había dictado palabra por palabra el Señor Jesús, al que tú has llamado siempre con la inocencia de un niño». Monseñor Capovilla cree que «el culmen de la vida cristiana es la sencillez y la prudencia, y esto se llama vida angélica. Tengo auténtica convicción de que el Papa Juan ha vivido esta vida angélica».

Juan XXIII, según Juan XXIII

Además de la entrevista con monseñor Capovilla, el documental de homenaje al Papa que convocó el Concilio Vaticano II incluye también algunos fragmentos en los que el mismo Beato Juan XXIII habla sobre su propia vida y sus creencias. He aquí algunos de ellos:

—«Yo amaba a mi obispo [monseñor Radini Tedeschi]. Lo amaba mucho por el amor y la superioridad de su alma, por la generosidad de su corazón, bueno y delicado. Fue la estrella de mi juventud sacerdotal».

—Las palabras de su lema episcopal, Obediencia y paz, «son un poco mi historia y mi vida: el sometimiento a la voluntad de Dios como fuente de paz. No una obediencia muda y mecánica, sino activa y gustosa».

–«En mi relación con todos, católicos u ortodoxos, chicos o grandes, trataré de dejar siempre una huella de dignidad y de bondad. De bondad luminosa, y de dignidad amable».

–«No hay que preocuparse de sí mismo y de quedar bien. En la concepción de las grandes empresas basta con el honor de haber sido providencialmente invitados. Hemos sido llamados a poner en marcha, no a concluir».

–«El mundo entero espera que, partiendo de la nueva doctrina común de la Iglesia, demos un salto hacia adelante en la fundamentación de la verdad y en la formación de la conciencia. Hay que trabajar en ello, e iluminar los interrogantes que se plantean, pues el Magisterio tiene como misión fundamental y esencial el servicio a la pastoral».