Juan - Alfa y Omega

Juan

Segundo domingo de Adviento

Aurelio García Macías
Foto: Los Ángeles County Museum of Art

La figura de Juan ocupa un lugar central en la preparación bíblica y litúrgica del Adviento. La Iglesia nos invita a profundizar, no tanto en su figura y personalidad, sino en el contenido y urgencia de su mensaje. Lo primero es expresión de lo segundo. Juan es consciente de que ocupa un lugar crucial en la historia de la salvación: en él confluye la multisecular promesa mesiánica mantenida por los profetas, y corrobora con testimonio fidedigno que Dios cumple su palabra y envía al Mesías.

Juan es un profeta. El Evangelio se preocupa de situar en un tiempo histórico concreto la misión encargada por Dios a Juan y nos informa de que «fue dirigida la palabra de Dios a Juan» en el desierto. El Cántico de Zacarías, que todos los días canta la Iglesia en la oración matutina de Laudes, lo denomina «profeta del Dios Altísimo». Es el último eslabón de la larga cadena de profetas que han mantenido la espera mesiánica de Israel. Como ellos, anuncia la conversión como preparación indiscutible para acoger la salvación de Dios y denuncia los pecados del corazón humano y de las injusticias sociales de su tiempo.

Juan es el precursor. Es denominado también «más que profeta», porque conoce anticipadamente el momento designado en el plan de Dios para la llegada de su Mesías. Es el descubridor de su misterio. Sabe que el Mesías ya está en medio de su pueblo. Por eso, se convierte en el pródromos, el precursor, el que prepara no una salvación futura, sino el que revela la presencia escondida de Cristo ya en el mundo.

Foto: Patrimonio Nacional

Juan es el bautista. Por eso, hace una llamada apremiante a todos los que quieren acoger la salvación de Dios y ofrece un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Juan es el bautizador, el que purifica con las aguas del río Jordán el pecado de Israel, como signo externo de una purificación interna.

Esta es la clave interpretativa de la metáfora usada ya por los profetas, –como Baruc– al hablar de los montes y colinas abajados y los valles encumbrados. La presencia de Dios trastoca incluso la naturaleza de la creación y del corazón. Muchos de nosotros somos «montes encumbrados» en la soberbia y el orgullo, en el despilfarro y el ansia de poder, que deben ser abajados. Y muchos, también, son «valles» rebajados y ocultos por la pobreza e indignidad humana, consentidas por la cultura moderna y la sociedad que formamos. Como nos recuerda el salmo 125, Dios no olvida a su pueblo desheredado en el exilio, sino que, con solicitud maternal, lo cuida y guía con seguridad. Dios no olvida a los pobres. La esperanza de este tiempo confía en la promesa divina a favor de los últimos, de los más necesitados. «Los valles serán encumbrados».

Precisamente porque Dios ha desvelado su misterio, su voluntad salvífica y su proyecto de amor para con todos, nos urge a nosotros a revestirnos de justicia y de misericordia. Ambas se necesitan mutuamente. Ambas son el resultado de la auténtica conversión del corazón, que busca la verdad con bondad y rectitud. Solo así podremos ser herederos de la promesa profética de Baruc: «Dios mostrará su esplendor a cuantos viven bajo el cielo», recordada en el pasaje evangélico de este domingo: «Todos verán la salvación de Dios».

Cercano ya el misterio de la encarnación de Jesucristo, vivamos este tiempo con especial intensidad, purificando nuestro corazón de todo lo que se oponga a la misericordia y a la justicia. Y confiemos en el Señor, porque, como nos recuerda hoy san Pablo: «Dios, que comenzó en nosotros la obra buena, Él mismo la llevará a término».

Evangelio / Lucas 3, 1-6

En el año 15 del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.

Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:

«Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale.

Y todos verán la salvación de Dios».