Mecanismo sin caridad - Alfa y Omega

Mecanismo sin caridad

Javier Alonso Sandoica

Hay realidades que no son potestativas. Sufrir una dolencia no es asunto de unos elegidos a los que una divinidad tuerta les miró mal, aunque la pregunta siempre esté en el aire: ¿por qué tengo que ser yo quien sufra más que mi vecino?

Es verdad que no todos somos Frida Kahlo. Desde que un tranvía arrolló el autobús en que viajaba la artista, su vida fue una sucesión de operaciones quirúrgicas, más de 30, de las que vinieron corsés de yeso y los espantosos estiramientos de su época. La literatura de dolencias me es particularmente afín, porque en ella todos nos encontramos de alguna u otra manera, aunque esto del sufrir es tan personal como el propio tono de voz.

Es difícil escribir bien sobre el dolor y es fácil dejarse llevar por la pasión de la desgracia y mancharlo todo con el negro de la desolación. Un hombre muy envenenado por la calamidad, el austríaco Thomas Bernhard, escribió cinco libros autobiográficos en los que daba cuenta de su infancia y juventud, desasistidas de cariño y salud. Fue un enfermo crónico toda su vida. En El aliento (editorial Anagrama), se revela con precisión la incomprensión del enfermo ante lo que le sucede. El relato abarca los primeros meses de 1949. Una pleuresía le mantuvo atado a la cama de un hospital a la edad de 18 años.

Yo diría que El aliento es una disección del servicio a los demás desde los ojos de quien sufre, porque un enfermo lo percibe todo, sabe cuando se le trata con indiferencia o con el entusiasmo de un corazón atento. «Todo en aquellos médicos no era aquí más que pasividad acostumbrada, a fin de cuentas convertida ya en fría rutina». A las personas que se dedican a estar entre los enfermos, les vendría bien pasarse por estas páginas para no caer jamás en la fría caridad de la atención descuidada, es una lectura preventiva. «Es posible que las hermanas no tuvieran otra cosa en la mente que el problema del sitio, y parecía como si esperasen solo a que las camas se vaciasen. Tenían los rostros tan endurecidos como las manos, y en ellos no podía descubrirse ya ni el más mínimo sentimiento. No podían tener ya ninguna relación con las almas porque lo que tenían que considerar ininterrumpidamente como su tarea más importante, la salvación de las almas, lo realizaban realmente solo como una ocupación aturdida. En aquellas hermanas todo era mecánico, como trabaja una máquina que tiene que atenerse al mecanismo».