Vivir era ligero. Más sencillo - Alfa y Omega

Vivir era ligero. Más sencillo

Han pasado veinte años desde aquel 1991, pero aquella JMJ de Czestochowa sigue viva, sin perder un ápice de su frescura, en la mente y en el corazón del entonces obispo auxiliar de Madrid, y hoy arzobispo de Granada, monseñor Javier Martínez, como en la mente y en el corazón de tantos jóvenes, hoy con veinte años más de la juventud verdadera, la que Cristo ha generado, y sigue generando, de modo que es la verdadera esperanza de Europa y del mundo. He aquí su testimonio:

Francisco Javier Martínez Fernández
Juan Pablo II saluda a los jóvenes, al comenzar la Misa de clausura de la JMJ de Czestochowa: 15 de agosto de 1991

Uno, dos, uno, dos. Éramos peregrinos, no soldados. Aunque no lo sabíamos, los soldados estaban siendo ya movilizados para otro escenario, no muy lejos de nosotros.

Éramos varios miles de jóvenes, tal vez cuatro o cinco mil. Sólo un brazo de los varios que formaban la peregrinación a pie de Cracovia a Czestochowa. En el nuestro, además de polacos, había húngaros, rusos, eslovacos, suizos. Los de los países del Este llevaban aún sus viejas banderas, de las que habían recortado con tijeras la hoz y el martillo. Los jóvenes de Madrid —unos ochocientos— nos habíamos unido a la peregrinación diocesana de Cracovia. Cinco días a pie. A veces veíamos a lo lejos otros brazos de la peregrinación, entre la bruma que levantaba el sol mañanero. Todos nos sentíamos parte de una historia hermosa y buena. Sin conocernos, casi sin poder hablarnos, éramos amigos. Cada uno con su drama a cuestas, pero amigos. Y eso, y el saber a dónde íbamos, y quién nos había convocado, y quién nos guiaba y nos acompañaba en el camino, hacía, no que el drama se olvidase —los suspensos seguían ahí, los problemas de relación de mis padres y la anorexia de mi hermana también, y mis pasiones y mis pecados también—, pero vivir era ligero. Más sencillo. Había algo en esa manera de estar juntos —y en la hospitalidad de la gente—, que impedía que los males de la vida fueran una losa que te aplasta.

Un chico polaco se pegó a nosotros. Piotr, creo. Tendría catorce o quince años. No llevaba más que pepinos en una vieja mochila. No tenía saco de dormir. Pero tenía unos ojos como relámpagos, una sonrisa contagiosa, y alegría a derrochar. En las pausas invitaba a pepinos a todo el mundo. Los comíamos sin pelar, nos sabían a gloria. Luego estaban Mirka y Marzena. Dos chicas de diecisiete años a quienes habían encargado guiarnos y acompañarnos. Se desvivían, se multiplicaban. Desde llamarnos por las mañanas, hasta buscar una medicina o llevar a alguien a que le vendaran un pie. Nunca pudimos comprender del todo por qué ellas podían hacer el camino con sandalias (todos nosotros llevábamos botas de andar, y mil pares de calcetines de lana en las mochilas). No se les rozaban los pies, no les salían ampollas.

Uno de aquellos días, el cardenal Macharski, de Cracovia, vino a celebrar la Eucaristía con los peregrinos. Luego se quedó con nosotros charlando. Recuerdo que alguien le preguntó: «¿Por qué el cristianismo polaco ha sido capaz de generar una resistencia a la ideología comunista que en otros países de Europa no se ha dado, o que no ha tenido la misma consistencia social?» La pregunta típica del inconsciente. Y la respuesta fue: «Hay muchas razones. No sería posible resumirlas en un momento. Pero os voy a dar una en la que seguramente no habéis pensado. Los campesinos polacos no se han dejado proletarizar, no han dejado que se destruya la estructura familiar y comunal de la agricultura, ni las comunidades campesinas de los pueblos pequeños. No han emigrado masivamente a las ciudades. Y la Iglesia —las parroquias, los sacerdotes— ha estado siempre al lado de los campesinos, generando iniciativas que les permitieran resistir y sobrevivir en su resistencia, y salvar su cultura». He recordado aquella respuesta muchas veces. Sé que las circunstancias son distintas. También sé que lo que no logró en Polonia el comunismo puede estarlo logrando ahora un capitalismo crudo. Pero cuando veo destruir sistemáticamente el mundo rural español, y con él una cultura tan exquisita que hoy resulta difícil de imaginar, hecha a base de siglos de la santidad de un pueblo, me dan ganas de empezar de nuevo a plantar olivos o cebollas como forma de evangelización, y de acarrear agua a nuestro desierto moral.

El Papa, en la Vigilia de la JMJ de 1991, el 14 de agosto

Czestochowa fue aquellos días la anarquía más ordenada y pacífica que uno pueda representarse. No se podía circular por las calles, y sin embargo, aquello no era una masa. Era un pueblo de amigos con mil banderas diferentes. Nosotros no pudimos llegar al sitio que se nos había asignado para residir. A las dos o tres de la mañana, nuestras guías consiguieron que nos abrieran una escuela de bellas artes, y allí nos quedamos. Había muy pocas duchas, estuvieron funcionando todo lo que quedaba de noche. Dormimos -por decir algo- en los pasillos de la escuela.

«Abba, ojcze». Abba, Padre. ¡Qué expresiva era aquella palabra, en ese mundo del que ya faltaban tantos padres, y en el que la figura y el rostro del Papa Juan Pablo II te daban la certeza de ser un hijo bienamado, predilecto igual que Cristo, en la mejor familia del mundo! El lema de aquella jornada era: Para ser libres nos ha liberado Cristo. Y Czestochowa entera era un himno a la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

Tras la Eucaristía final, quisimos buscar plátanos. Los habíamos tomado antes. Eran unos plátanos cubanos buenísimos. Los chicos tenían agujetas y hambre. En varias tiendas nos dijeron que en toda Czestochowa no quedaba ni un pedazo de pan para comprar. ¡Nada que comer, y una alegría intensa y fresca como una brisa, que lo llenaba todo! El aire, las caras fatigadas, las sonrisas agradecidas, el olor a sudor y mil gestos grabados para siempre en la memoria. Habíamos visto con nuestros ojos, habíamos tocado con nuestras manos lo que podía ser una Europa en torno a Cristo, un mundo con Cristo. Por unos días, casi llegamos a darnos cuenta de lo que significaba ser parte de la historia más bella del mundo.

Poco después, la televisión nos mostraría una vez más lo que da de sí un mundo sin Cristo. La antigua Yugoslavia saltaba en pedazos y comenzaba la guerra de los Balcanes. Los intereses del mundo volvían a abrir una herida que nunca había estado bien cerrada. Que sigue sin cerrar.

Pero también la peregrinación continúa. Y con ella, la experiencia de que un mundo distinto es posible. ¡La Iglesia de Cristo, con su lógica de cuerpo, tan distinta de la del mercado! Los poderosos y sus víctimas no lo saben, pero no hay otra medicina para los males de este mundo.