Ejemplo de virtudes juveniles - Alfa y Omega

Ejemplo de virtudes juveniles

Íñigo de Loyola y Francisco Javier se conocieron en París en 1527, cuando eran universitarios. El primero era entonces un joven maduro de 36 años. Su trayectoria humana y espiritual había sido tan intensa que estaba de vuelta en las cosas del mundo. El segundo era un joven sano, inteligente y deportista. A sus 21 años era ya licenciado en Artes y profesor de Filosofía en un colegio universitario. Tenía toda la vida por delante, con todas las ilusiones abiertas a las cosas del mundo…

Colaborador

Íñigo había vivido una juventud cuajada de experiencias. Había nacido en 1491, en la casa torre de Loyola. A los 15 años, fue enviado a Arévalo, para recibir la educación cortesana propia de un gentilhombre del Renacimiento, experto en armas y letras: destreza con la espada, nociones de administración y, al mismo tiempo, afición a la lectura y a la música. Tenía muchas posibilidades de conseguir un puesto de influencia en la corte, mientras sus sueños juveniles ocupaban su mente con la dama de sus pensamientos. Su carrera sufrió un cambio repentino en 1517, cuando su protector cayó en desgracia al comenzar el reinado de Carlos I. Entonces se puso al servicio del duque de Nájera, virrey de Navarra, que le encomendó delicadas tareas estratégicas y diplomáticas.

En aquellos años, el joven Íñigo orientaba su vida por el código de los valores caballerescos, que buscaban la riqueza y el honor, como premio al servicio de un señor temporal. El 20 de mayo de 1521, el gentilhombre Íñigo acudió a defender la fortaleza de Pamplona, sitiada por los franceses. Una bala de bombarda le quebró la pierna. La herida marca el comienzo de su conversión, fogueada con la lectura de la vida de Cristo y de los santos. La conversión de Íñigo es un proceso evolutivo que comienza en Loyola con el deseo de cambiar de vida, se ilumina en Manresa con profundas experiencias espirituales y culmina en el viaje a Jerusalén, tras las huellas de Cristo. Es un itinerario espiritual, en el que el caballero se transforma en peregrino, como él mismo se llama en su Autobiografía. En busca de la voluntad de Dios, el joven de Loyola siguió primero el camino de huida del mundo. Pide limosna, se viste de sayal, oculta su origen y se retira a la cueva de Manresa.

Los Ejercicios espirituales transforman sus ideales mundanos. El pecador se pregunta ante la cruz: «¿Qué he hecho por Cristo, qué hago por Cristo, qué debo hacer por Cristo?» Siente la llamada del Rey Eterno, que le invita a «venir conmigo y trabajar conmigo». Se pone «bajo la bandera de la Cruz». Pide gracia para imitar la pobreza y humillación del Señor, y para colaborar en la extensión de su Reino con otros siervos y amigos. Se había realizado en él un cambio de valores. En vez del servicio al rey temporal, el servicio al Rey Eterno. Y en vez de riquezas y honores, pobreza y humildad con Cristo pobre y humillado.

Este núcleo de los Ejercicios espirituales le llevará a buscar la voluntad de Dios en el apostolado. Dios le pide volver al mundo para colaborar en la salvación del mundo. Entonces comprende que, para actuar de manera eficaz, tiene que formarse bien (y comienza sus estudios universitarios en Alcalá, Salamanca y, sobre todo, París). También se convence de que, para extender el bien, tiene que buscar compañeros, dejar la soledad y actuar en Compañía. Por eso, atrae con sus conversaciones a un grupo de jóvenes, y los entusiasma con los Ejercicios espirituales. Entre estos primeros amigos en el Señor, se encontraba Francisco Javier.

ía, compañerismo y comunicación de ideales. Aceptó entusiasmado su destino misionero: «Sús, aquí estoy», le dijo a Ignacio cuando lo destinó a la India. Impresiona la movilidad del divino impaciente hasta su muerte a las puertas de China. Cuando estaba feliz, rodeado de niños que no le dejaban descansar, deseaba volver a la Universidad de París para despertar la vocación misionera en los jóvenes. Puede decirse que, a lo largo de su vida, Javier tomó en serio la frase de Jesús, que su amigo Ignacio le repetía cuando eran estudiantes: «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?».

Manuel Revuelta, SJ