«Nos aceptaron al ver que no huíamos de la guerra» - Alfa y Omega

«Nos aceptaron al ver que no huíamos de la guerra»

Alicia Gómez-Monedero
Primer grupo de la escuela de los Padres Blancos en Nairobi. Foto: Padres Blancos de Nairobi

«Aunque para mí ya sea demasiado tarde, tenéis que hacer algo para que los niños pequeños puedan ir a la escuela». Esta frase fue lo que puso en marcha al padre José Manuel, misionero de los Padres Blancos en Nairobi (Kenia). Kayanza, un joven de 18 años fue quien la dijo.

En torno al 1984, el padre José Manuel ya llevaba cuatro años en la parroquia de Nuestra Señora Reina de la Paz, al sur de la ciudad. Se encontraba en un barrio de clase media donde la mayoría de los feligreses eran funcionarios del Gobierno. Ese año comenzó a llegar gente de otros pueblos y ciudades buscando lugares baratos donde vivir porque el sitio estaba próximo a la nueva zona industrial.

Así, comenzó a crecer un barrio de chabolas en el que se hacinaban los empleados de las fábricas. Pronto surgieron grupos de niños que, por razones muy varias, vivían en la calle. «Uno de estos grupos estaba liderado por Kayanza. El joven solía recorrer los bares de la zona consiguiendo algunos céntimos para sobrevivir él y los que le seguían», cuenta el padre José Manuel.

«Como un mazazo»

«Con frecuencia, estos niños me llamaban de madrugada para que les diera algo de comer y dormían en la parroquia», explica el misionero. Un día, la directora del colegio católico vecino entró en el despacho del padre José Manuel llorando. «Me contó que un grupo de niños la paró a la puerta de la escuela y el mayor de ellos le había pedido que hiciera algo para educar a los más pequeños».

«Fue como un mazazo», recuerda el sacerdote. «Esto nos hizo comprender que debíamos hacer algo más por los niños ayudándolos a encontrar a sus familias o escolarizándolos». Esto le llevó a sumergirse en el barrio de chabolas y buscar un sitio «donde poder educar a los niños de la calle y hacer presente a Cristo».

Foto: Padres Blancos de Nairobi

Cueste lo que cueste

El padre José Manuel recuerda que no fue fácil. Se encontraron oposición tanto por parte de los feligreses que veían su seguridad amenazada por el barrio de chabolas como por los residentes de la creciente barriada pues había muchos que vivían del crimen o de la explotación de los pobres. «Hubo amenazas y presiones. Pero el deseo tomó fuerza y se hizo patente en los católicos que llegaban al barrio y necesitaban el apoyo de una comunidad cristiana en la que encontrar cobijo», cuenta el misionero. «Y estaban nuestros chavales. Quería una escuela y la iban a tener. Costase lo que costase».

Tras muchos problemas, conflictos, alegrías y frustraciones, nació la escuela, que comenzó «acogiendo a unos cuantos niños que querían aprender».

Después de 30 años, el proyecto acoge a más de 6.000 niños en varias escuelas de educación básica y unos 1.000 en secundaria, «amén de otros varios centros de educación profesional, todos dedicados a chicos jóvenes de las zonas de chabolas sin medios para una educación formal, además de un centro dedicado a minusválidos psíquicos y físicos».

«Sentimiento anti-blanco»

En la vecina Uganda, María Teresa Azparren lleva 40 años como misionera comboniana en la región de Arua, al noroeste del país. Al llegar comenzó a vivir situaciones que no se había imaginado. «El sentimiento antiblancos se podía palpar en la población. La gente de la ciudad nos decía: “esta es nuestra tierra, vosotros habéis venido aquí a invadir”». Pero la guerra hizo cambiar la visión de estas personas. Entre los años 1978 y 1979, se produjo un conflicto entre Uganda y Tanzania. Entonces «los blancos que estaban en el país por motivos económicos se marcharon y los únicos que se quedaron fueron los misioneros. En ese momento la gente se dio cuenta de la diferencia», recuerda la misionera.

Poco después, la guerra llegó de nuevo a la región. El Ejército de Resistencia del Señor, grupo extremista que luchaba en la zona norte contra el Gobierno de Uganda, «organizó una guerra de guerrillas por casi 23 años –cuenta María Teresa–. Eso desestabilizó mucho la vida de la gente, las familias tuvieron bajas personales porque cuando llegaban a una población mataban y saqueaban». Durante estos años, los misioneros y misioneras combonianos tuvieron la oportunidad de salir del país, «pero era como si una madre ve a su hijo sufrir y lo abandona. Son mi familia y no los podría abandonar».