La Santa andariega que fascinó al Papa caminante - Alfa y Omega

La Santa andariega que fascinó al Papa caminante

Sus paseos a pie por Roma para visitar a enfermos y ancianos le valieron a Juan XXIII un cariñoso apodo: Johny Walker (Juanito el caminante). Ése era uno de los puntos en común que tenía con la Santa andariega por excelencia, Teresa de Jesús, por quien sentía gran devoción y de quien admiró su espíritu de oración y su apostolado renovador. De hecho, en uno de sus viajes a España antes de ser Papa, el cardenal Roncalli visitó Ávila y Alba de Tormes, y le causó tal impacto que lo recordó varias veces desde la Sede de Pedro

José Antonio Méndez
El cardenal Roncalli, saliendo del Carmelo de Alba de Tormes, en 1954

La personalidad sencilla y campechana de Juan XXIII generó en torno a él un sin fin de anécdotas en los años que ocupó la sede de Pedro. Una de ellas es que sus paseos a pie por Roma para visitar a religiosos, enfermos y ancianos, le valieron el mote de Johny Walker (Juanito el caminante), en un juego de palabras entre su pequeña estatura y una conocida marca de whisky. A él, sin embargo, parecía no importarle el apelativo, pues durante años se mantuvo fiel a esa costumbre de salir del Vaticano para llevar a cabo su personalísima forma de entender el apostolado, que, además, compartía con quien fue una de sus referentes espirituales: santa Teresa de Jesús, la santa andariega.

La devoción teresiana de Ángelo Roncalli se nutría de dos fuentes: su admiración por la figura histórica, el espíritu de oración y el ardor renovador que caracterizó a la Mística Doctora; y la sencillez y el celo misionero de santa Teresita de Lisieux. De hecho, si durante sus años de nuncio en París aprovechó para conocer en persona el Carmelo teresiano de Lisieux, como Patriarca de Venecia y sólo cuatro años antes de ser elegido Papa, el cardenal Roncalli aprovechó un viaje a España para visitar el Carmelo de Alba de Tormes -donde se venera el sepulcro de la santa abulense- y entrar en la clausura carmelitana del monasterio de la Encarnación, donde la santa pasó la mayor parte de su vida y donde tuvo algunas de sus experiencias místicas más señaladas.

Estatua de santa Teresa andariega, en el monasterio de la Encarnación (Ávila)
Estatua de santa Teresa andariega, en el monasterio de la Encarnación (Ávila)

O padecer, o morir

Así, el 25 de julio de 1954, el Patriarca de Venecia llegaba a Alba de Tormes procedente de Santiago de Compostela, donde le recibió el entonces obispo de Salamanca, monseñor Francisco Barbado. El anfitrión le enseñó la catedral, la Casa de las Conchas y otros monumentos salmantinos, y atendió a la petición del cardenal de visitar el Carmelo donde se veneraba el sepulcro de la santa. Pocas horas después, entraban en el convento de Alba de Tormes, donde firmó en el libro de visitas de la sacristía con una idea teresiana que había hecho suya: «Santa Teresa por amor de Jesús y de la santa Iglesia. O padecer, o morir». Aquella misma tarde, viajó hasta Ávila para visitar el monasterio de la Encarnación. Para su sorpresa, el obispo de la diócesis, monseñor Moro Briz, aunque estaba ausente, dispuso que pudiera entrar en la clausura del Carmelo, orar ante el comulgatorio de Teresa, y conocer la parte del convento que se mantenía igual que en los tiempos de la santa. Las propias carmelitas le iban guiando: «Aquí vio el sapo… Aquí se le apareció Cristo… Aquí vio el Ecce Homo…» A la salida, Roncalli explicó a uno de sus acompañantes -el historiador José Ignacio Tellechea, autor del libro Estuvo entre nosotros– el impacto que le había producido el cuarto pequeño, cerrado y oscuro donde había tenido lugar el luminoso suceso de la transverberación.

Años más tarde, y ya como Papa, recordó ambas visitas hasta en 4 ocasiones, e incluso en 1962 concedió un Año Santo en las dos localidades, con motivo del IV centenario teresiano. De hecho, tanto en la Carta de apertura del Año Santo, fechada el 16 de julio de 1962, como en su discurso al Capítulo General de los carmelitas descalzos, del 29 de abril de 1961, Juan XXIII resumió la vida de la santa y la historia de la Orden con las 3 claves que él mismo aplicó para convocar el Concilio Vaticano II: «Gratitud a Dios, por el camino recorrido (…); espíritu de oración y la habitual amistad con el Dulce Huésped del alma (…); y un afán misionero es la llama que arde en el corazón de Jesús y no cesa de encenderla en todos los que pueden y deben comprender el valor del mandato de Cristo y el apremio de su humilde Vicario: Id y anunciad a todos los pueblos». Un mandato que, como se ve, no pasa de moda…