Todos los fines de semana, sobre todo el domingo, nuestra comunidad acoge a grupos para una experiencia de fe, a través de encuentros abiertos a familias, parroquias, grupos eclesiales, jóvenes… Vienen con sus alegrías y sus problemas, personas de muy diversa procedencia social, incluso religiosa, de diversos países. Este año deseamos mostrar especialmente el rostro de la misericordia de Dios, que los que buscan se encuentren con el Rostro del Hijo, del Compasivo, del Dios hecho carne. El corazón de todo hombre anhela este Rostro, porque se vive en tinieblas o arrastrando heridas y horrores. Porque cuesta bregar en el día a día y llegar a buen puerto. Hay mucho cansancio y desesperanza. Mucha soledad. Vivimos en un mar de nucas, sin rostros. Y quien se ha topado con Él experimenta una sanación, un descanso, el sentido de la vida. Todos vuelven a sus hogares en la tarde del domingo. Se van con el sello de un cambio, de una renovación, de un encuentro dichoso. Es obra de la gracia, del Señor cuando pasa por nuestra vida. Yo la llamo la gracia de su Día, del Día del Señor, el día de la humanidad nueva, de la nueva creación.
Tengo un sueño: que los cristianos vivamos el domingo como el gran día de la semana, el que nos recuerda el amor infinito de Dios Padre por lo creado, el amor salvador del Hijo Jesucristo por cada uno de nosotros, el amor ardiente del Espíritu, que guía, impulsa, eleva, arranca del mal y nos atrae hacia la unidad y la comunión. Se necesitan lugares nuevos, luminosos, de acogida, donde poder encontrarse, celebrar la Eucaristía, hablar, compartir el pan de cada día, escuchar la Palabra comentada, rezar juntos, alentarse para volver al trabajo semanal, a las rutinas de la vida. Yo sueño que este es el horizonte de gracia de nuestra Comunidad en este mundo cada día más necesitado de techo y de cobijo.