Blasfemar contra Dios y profanar la dignidad del hombre - Alfa y Omega

Hemos vivido estos días pasados la dramática presencia del terrorismo. Con su acción criminal, ha amenazado y puesto a toda la humanidad, en todas las latitudes de la tierra, en un estado de gran ansiedad e inseguridad. París, la capital de Francia, ha sido el lugar donde ha tenido esta vez su manifestación, muriendo muchas personas y dejando a otras muchas llenas de dolor. Es tremenda la situación en la que el terrorismo organizado a escala mundial está poniendo a toda la humanidad. Sus causas son numerosas y complejas, ya que, además de las ideológicas y políticas, van unidas a aberrantes concepciones que se llaman religiosas.

Para nosotros los cristianos, el terrorismo, que no duda en atacar a personas sin ninguna distinción o en imponer chantajes inhumanos que provocan el pánico y obligan a menudo a grupos a favorecer sus planes, no tiene justificación ninguna. Nosotros nos llamamos el «pueblo de la vida» y, por ello, ninguna circunstancia justifica esta actividad criminal, que llena de infamia a quien la realiza y que, siendo siempre deplorable, lo es aún más cuando se apoya en una religión; pues rebaja la verdad de Dios y la reduce a la propia ceguera y a la perversión moral de quienes realizan esta actividad criminal. Siempre que hacemos memoria de la Iglesia, de este pueblo de la vida, hemos de recordar aquellas palabras del apóstol San Pedro: «pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 P 2, 9). Del que os llamó de la muerte a la vida, para dar siempre vida a este mundo. Hay que anunciar las alabanzas de Dios y, entre ellas, está la alabanza a la vida. Somos el pueblo de la vida y para la vida. Se nos ha de ver y distinguir siempre como un pueblo que es promotor de la vida. Hemos sido llamados a promover la vida.

La paz, en peligro

La paz está en peligro cuando el terrorismo intenta organizarnos con sus amenazas. El Papa san Juan Pablo II decía que «quien mata con atentados terroristas cultiva sentimientos de desprecio hacia la humanidad, manifestando desesperación ante la vida y el futuro; desde esta perspectiva, se puede odiar y destruir todo». Es terrible querer estar en este mundo imponiendo a los demás la destrucción y teniendo como arma el odio. ¡Qué sociedades y qué pueblos y naciones podemos hacer imponiendo a otros con violencia lo que se considera como verdad! Lo que se hace cuando actuamos así es violar la dignidad del ser humano y ultrajar a Dios, pues el hombre es imagen de Dios. El mandato de «no matar» es el punto de partida de un camino de verdadera libertad. Defendamos la vida siempre, tenemos razones suficientes para hacerlo: somos imagen de Dios y somos para la vida y no para la muerte, somos para construirnos y no para destruirnos, somos para ser creadores de la cultura del encuentro y no de la cultura del descarte. Tengamos siempre presente y ante nuestra conciencia aquel mandato del Señor: «No matarás», así como la pregunta «¿Dónde está tu hermano?». Este mandato y esta pregunta son el punto de partida del camino de verdadera libertad.

Quien nos creó, nos confió la vida del hombre. Nos señaló en el acto mismo de la creación que no podíamos disponer de un modo arbitrario y a nuestro antojo, o según la moda del momento, de la vida. Hay que administrar la vida y custodiarla con sabiduría y con la misma fidelidad con la que el mismo Creador la hizo y la cuida. Dios nos ha confiado la vida de cada ser humano, de tal manera que siempre se dé en nosotros, con respecto al otro, ese darlo todo por él y recibirle siempre a él; en definitiva, se trata del don de sí mismo y de la acogida del otro. Jesucristo nos ha dicho con su propia existencia hasta dónde llega esto y hasta dónde nos ha llamado para anunciar la vida, entregándonos con su Espíritu la fuerza necesaria para vivir como Él, ofreciendo el don de sí mismo y la acogida del otro, de tal manera que en nuestra vida se tiene que manifestar el Amor del Señor. Somos testigos de un amor que promueve, cuida y entrega la vida.

La verdadera renovación social exige el respeto incondicional de la vida humana. Hoy se da un problema serio en nuestro mundo, del que debemos alertar, con dos posiciones aparentemente diferentes pero que, en el fondo, llevan a lo mismo: nihilismo y fundamentalismo. Los orígenes de ambos son diferentes. Sus manifestaciones se producen en contextos culturales diferentes. Pero los dos coinciden en el desprecio del hombre y de la vida y, en última instancia, de Dios mismo. Ya que en ambos se tergiversa la plena verdad de Dios. Uno niega su existencia y su presencia providente en la historia, mientras que el otro desfigura el rostro benevolente y misericordioso de Dios.

No instrumentalicemos a Dios

Una sociedad renovada tiene que tener como fundamento el respeto incondicional de la vida humana. Y por eso, defender la vida y promoverla es, no solamente una exigencia personal, sino también social. Se nos pide que amemos y respetemos la vida de cada ser humano. Se nos invita a trabajar por instaurar en nuestro mundo la cultura de la verdad y del amor, en un tiempo histórico que ciertamente está marcado por múltiples signos de muerte. Hay que trabajar por una cultura de la vida, que lo es del encuentro.

Nunca instrumentalicemos a Dios. El terrorismo es un fenómeno de tal gravedad, que lo instrumentaliza para despreciar de manera injustificable la vida humana. ¿Se puede justificar la democracia cuando se amenazan sus fundamentos, llevando a los pueblos el dolor, la devastación y la muerte, bloqueando el diálogo y desviando recursos económicos y humanos no para fines de vida sino de muerte? Anunciemos el Evangelio con nuestra vida; eso es anunciar la vida. La Iglesia tiene que hacer resonar en medio de este mundo esta Buena Noticia: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Y como dice san Pablo: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 9, 16), que es la Vida y promueve el encuentro entre los hombres, y me entretengo en asuntos secundarios. Tenemos la certeza de haber recibido esta vida y tenemos que mantener la conciencia humilde, sencilla y agradecida de sabernos pueblo de la vida y para la vida. No tengamos miedo de realizar este anuncio en un momento de la historia en que se discute la vida en sí misma. Hay que hacerse prójimo de cada ser humano para anunciarle la vida.

Tenemos el deber de condenar el terrorismo de forma absoluta, ya que manifiesta un desprecio total de la vida humana y ninguna motivación puede justificar esto, en cuanto que el hombre es siempre fin y nunca medio. El terrorismo hiere de la manera más fuerte a la dignidad de la persona humana y es una ofensa a la humanidad. Instauremos un estilo educativo en este mundo para saber mirar como Dios mismo mira: contemplativamente. Desde el mismo inicio de la creación, Dios quiso tener esta mirada contemplativa y, al hacerse hombre, Jesucristo nos enseñó cómo podíamos llegar a tener esta mirada.