Cartas a la redacción - Alfa y Omega

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Mes de mayo, mes de María

Cuando el ciclo del tiempo y el calendario nos traen de la mano el mes de mayo, no hace falta hacer gran esfuerzo, porque se tiene muy en cuenta, para recordar que es por antonomasia el tradicionalmente dedicado en la numerosa familia católica a honra de la Madre de Dios, la Virgen María, y más aún en España donde no hay un solo pueblo, una sola ciudad, que no tenga su advocación particular y como Patrona a la Señora, de manera que, por estas fechas, nunca se consideran impropias o pasadas de moda fiestas y romerías en su honor, como es, por citar una de las más famosas entre nosotros, la del Rocío. El fenómeno de esta devoción, extendida por muchas partes del mundo y a lo largo de tantos siglos, lo corrobora el hecho de que la Virgen María es la criatura más admirada y considerada por estar presente, desde siempre, en libros, obras pictóricas, esculturas, composiciones musicales, nombre sustantivo de personas, denominación de territorios y poblaciones, etcétera, como cuestión contrastada indubitable; lo cual demuestra que no ha habido mujer más amada que ella, y de ahí que no sea nada pueril ofrecerle en estos días las llamadas flores de mayo, materiales o espirituales, encomendándole necesidades de todo tipo utilizando a ser posible como herramienta el rosario, según indicó por sí misma, de viva voz, a los niños pastores en sus repetidas apariciones de Fátima, universalmente reconocidas.

José María López
Madrid

La firmeza de la Iglesia

Con frecuencia se oye comentar, en las conversaciones entre personas de diferentes tipos, que «la Iglesia permanece anclada en el pasado y debería modernizarse». ¿Qué quieren decir los que así se expresan y a qué clase de modernidad se refieren? En mi opinión, el significado de sus palabras está muy claro: lo que desearían es que la Iglesia eliminara de su doctrina los preceptos costosos de cumplir, manteniendo los más asequibles a su comodidad; y como esto no lo permite el mandato divino, inventan salidas airosas, como «depende de las circunstancias»; «según cuándo y dónde»; «las cosas se pueden interpretar desde diferentes enfoques», etc. Es decir, el relativismo puro y duro imperante en la actualidad, que no quiere darse cuenta de que pueden engañarse a sí mismos, pero a Dios no hay quién le engañe.

Carlos Fernández-Baños Ortega
Barcelona

Santa Teresa, Jesús y la samaritana

Hace unos días, visité la exposición que la Biblioteca Nacional, junto con Acción Cultural Española, ha organizado con motivo del V Centenario del nacimiento de santa de Teresa de Jesús, y que puede verse hasta el 31 de mayo en el insigne edificio del Paseo de Recoletos de Madrid. Fueron varias las cosas que me sorprendieron acerca de la vida de la Santa y de la sociedad de su tiempo, pero especialmente me conmovió el cuadro que recibe al visitante en la sala más profunda de la exposición: Cristo y la samaritana, del italiano Giovanni Francesco Barbieri, y que muchos que hayan visitado el museo Thyssen-Bornemisza recordarán. Es difícil ver ese cuadro y no acudir enseguida a Juan, 4, para leer ese pasaje tan hermoso en el que Jesús y sus discípulos, para regresar a Galilea, pasan por Samaría, y Jesús, en un momento en el que se queda solo y quiere apagar la sed del camino, pide agua a una mujer del lugar que había llegado al pozo de Jacob. La respuesta de extrañeza de la mujer al pedir un judío algo a un samaritano, hizo contestar a Jesús: «Si conocieras lo que Dios te quiere dar y Quién es el que te pide de beber, tú misma le pedirías a Él y Él te daría agua viva». Prosigue esta bella conversación, como bien sabemos, en un doble plano: Jesús en el espiritual y la samaritana en el material, sin perjuicio de que ésta y muchos de su pueblo finalmente reconocieran al Mesías. Justo el mismo doble plano que existió en la vida de la primera Doctora de la Iglesia, el de las fundaciones, enfermedades y dificultades, y el de la mística y la fe que se plasmó en su hermosa obra literaria.

David Aceituno
Madrid

La fiesta de Don Álvaro

El 12 de mayo se celebró por primera vez la fiesta litúrgica del Beato Álvaro del Portillo, coincidiendo con la fecha en que recibió su Primera Comunión. Su encuentro real con Jesús se produjo en la madrileña iglesia (hoy basílica) de la Concepción Inmaculada de María, junto a sus compañeros del colegio de El Pilar. Aquel niño vestido de marinero, cuya vida sería una acción de gracias continua, mantuvo muy vivo en su corazón ese trascendente momento. Era el mes de mayo, el mes de María, el mes de la alegría y de la esperanza. En su familia, había aprendido a amar a su Madrecita, que siempre lo mantuvo unido a su Hijo. María fue la más fiel discípulo de Jesús, rasgo que, unido a su indisimulable ternura, definen excelentemente el carisma de don Álvaro. Todos los que trataron a don Álvaro sabían que estaban ante la presencia de un santo, eran conocedores de que estaba invadido por Dios. Don Álvaro dejó una antorcha encendida, que va de mano en mano, de corazón en corazón. Don Álvaro nos dejó un entrañable testimonio de amor filial a la Virgen María, de la que recibió luz, consuelo y fortaleza. Desde el regazo materno hasta el último día de su vida terrena, no dejó de invocar su protección, ni de corresponder a su amor: «Gracias, por haberme amado tanto, por tu risa y por tu llanto, y por todas tus palabras de amor».

Carolina Crespo Fernández
Vigo