«Ustedes muestran que la verdadera riqueza está en el corazón» - Alfa y Omega

«Ustedes muestran que la verdadera riqueza está en el corazón»

Salió aventurero el Papa. Entró en lo que se conoce como la franja de Gaza de Río, por los enfrentamientos armados constantes entre policías y traficantes. De hecho, desde enero la Unidad de Policía de Pacificación se encarga de limpiar la favela –mejor vamos a llamarla comunidad, como prefieren ellos, y como hace el Papa– de narcos, de cara a los Juegos Olímpicos, y por supuesto, a la visita de Francisco. Aunque los narcos no han abandonado la zona, según los vecinos. Sólo que ahora se los ve menos

Redacción

Estaba en su salsa. Tranquilo, sonriente y como en casa, se paseó por las callejuelas tan comunes en las barriadas del extrarradio, bendijo la capilla de san Jerónimo Emiliani. Saludó a todos los vecinos. Visitó alguna casa, aunque le habría gustado «llamar a cada puerta, decir ¡buenos días!, pedir un vaso de agua fresca, tomar un cafecito, hablar como amigo de casa, escuchar el corazón de cada uno, de los padres, los hijos, los abuelos…», como él mismo aseveró. Y lo hubiera hecho, como hizo durante años en las villas miseria de Buenos Aires. Pero «Brasil, ¡es tan grande! Y no se puede llamar a todas las puertas». No tocó todas las puertas, pero sí todos sus corazones, con esa esencia de pastor, ese «olor a oveja» que le caracteriza y que pide a los sacerdotes y obispos.

Antes de su intervención, escuchó las palabras de un matrimonio que vive en la comunidad, Rangler y Joana, universitarios que se saltaron «el protocolo para llamarle Padre». Además de agradecer «el amor», hicieron una llamada de atención ante el hecho de que la comunidad Varginha había sido arreglada por la visita del Santo Padre, pero que quedan muchas otras donde todavía no llega el agua, no hay luz, ni alcantarillado… «Somos pobres, pequeños, olvidados, pero siempre fieles a Dios», concluyeron.

Entre estos pequeños, entre los sencillos, Francisco se siente acogido. Y como les dijo, durante su intervención, «es importante saber acoger». De sobra conocido es que estas comunidades del extrarradio siempre tienen abiertas las puertas para un vecino, para alguien necesitado, para quienes les rodean: «Cuando somos generosos en acoger a una persona y compartimos algo con ella -algo de comer, un lugar en nuestra casa, nuestro tiempo- no nos hacemos más pobres, sino que nos enriquecemos. Ya sé que, cuando alguien que necesita comer llama a su puerta, siempre encuentran ustedes un modo de compartir la comida; como dice el proverbio, siempre se puede añadir más agua a los frijoles. ¿Se puede añadir más agua a los frijoles? ¡Siempre! Y lo hacen con amor, mostrando que la verdadera riqueza no está en las cosas, sino en el corazón». En esto se diferencian las personas sencillas, también «el pueblo brasileño»: en que «pueden dar al mundo una valiosa lección de solidaridad, una palabra a menudo olvidada u omitida, porque es incómoda».

El Papa hizo un llamamiento «a quienes tienen más recursos, a los poderes públicos y a todos los hombres de buena voluntad comprometidos en la justicia social: que no se cansen de trabajar por un mundo más justo y más solidario». Y es que nadie puede permanecer indiferente ante las desigualdades que aún existen en el mundo», aseguró. Por eso, pidió que «cada uno, según sus posibilidades y responsabilidades, ofrezca su contribución para poner fin a tantas injusticias sociales». Además, subrayó que «no es la cultura del egoísmo, del individualismo, que muchas veces regula nuestra sociedad, la que construye y lleva a un mundo más habitable, sino la cultura de la solidaridad; no ver en el otro un competidor o un número, sino un hermano».

Ante el hecho de que la comunidad ha sido pacificada hace unos meses, el Papa exclamó que «ningún esfuerzo de pacificación será duradero, ni habrá armonía y felicidad para una sociedad que ignora, que margina y abandona en la periferia una parte de sí misma». E instó a no dejar entrar en nuestro corazón la cultura de lo descartable».

Francisco repitió a los presentes, una y otra vez, que no están solos, que la Iglesia les acompaña en la promoción del bien común, que no existe cuando «se ignoran los pilares fundamentales que sostienen una nación, sus bienes inmateriales», y enumeró la vida, la familia, la educación integral, la salud y la seguridad, «en la convicción de que la violencia sólo se puede vencer partiendo del cambio del corazón humano». En este punto se detuvo, y pidió a los jóvenes que «sean los primeros en tratar de hacer el bien, de no habituarse al mal, sino a vencerlo».

«La Iglesia está con ustedes, el Papa está con ustedes», concluyó: «Llevo a cada uno de ustedes en mi corazón y hago mías las intenciones que albergan en lo más íntimo: la gratitud por las alegrías, las peticiones de ayuda en las dificultades, el deseo de consuelo en los momentos de dolor y sufrimiento».

Palabras del Papa a los habitantes de la comunidad de Varginha

Es bello estar aquí con ustedes. Ya desde el principio, al programar la visita a Brasil, mi deseo era poder visitar todos los barrios de esta nación. Habría querido llamar a cada puerta, decir buenos días, pedir un vaso de agua fresca, tomar un cafezinho -no un vasito de cachaça-, hablar como amigo de casa, escuchar el corazón de cada uno, de los padres, los hijos, los abuelos… Pero Brasil, ¡es tan grande! Y no se puede llamar a todas las puertas. Así que elegí venir aquí, a visitar vuestra comunidad, que hoy representa a todos los barrios de Brasil. ¡Qué hermoso es ser recibidos con amor, con generosidad, con alegría! Basta ver cómo habéis decorado las calles de la comunidad; también esto es un signo de afecto, nace del corazón, del corazón de los brasileños, que está de fiesta. Muchas gracias a todos por la calurosa bienvenida. Agradezco a los esposos Rangler y Joana sus cálidas palabras.

Desde el primer momento en que he tocado el suelo brasileño, y también aquí, entre vosotros, me siento acogido. Y es importante saber acoger; es todavía más bello que cualquier adorno. Digo esto porque, cuando somos generosos en acoger a una persona y compartimos algo con ella –algo de comer, un lugar en nuestra casa, nuestro tiempo– no nos hacemos más pobres, sino que nos enriquecemos. Ya sé que, cuando alguien que necesita comer llama a su puerta, siempre encuentran ustedes un modo de compartir la comida; como dice el proverbio, siempre se puede añadir más agua a los frijoles. ¿Se puede añadir más agua a los frijoles? ¡Siempre! Y lo hacen con amor, mostrando que la verdadera riqueza no está en las cosas, sino en el corazón.

El pueblo brasileño, especialmente las personas más sencillas, pueden dar al mundo una valiosa lección de solidaridad, una palabra a menudo olvidada u omitida, porque es incómoda. Me gustaría hacer un llamamiento a quienes tienen más recursos, a los poderes públicos y a todos los hombres de buena voluntad comprometidos en la justicia social: que no se cansen de trabajar por un mundo más justo y más solidario. Nadie puede permanecer indiferente ante las desigualdades que aún existen en el mundo. Que cada uno, según sus posibilidades y responsabilidades, ofrezca su contribución para poner fin a tantas injusticias sociales. No es la cultura del egoísmo, del individualismo, que muchas veces regula nuestra sociedad, la que construye y lleva a un mundo más habitable, sino la cultura de la solidaridad; no ver en el otro un competidor o un número, sino un hermano.

Deseo alentar los esfuerzos que la sociedad brasileña está haciendo para integrar todas las partes de su cuerpo, incluidas las que más sufren o están necesitadas, a través de la lucha contra el hambre y la miseria. Ningún esfuerzo de pacificación será duradero, ni habrá armonía y felicidad para una sociedad que ignora, que margina y abandona en la periferia una parte de sí misma. Una sociedad así, simplemente se empobrece a sí misma; más aún, pierde algo que es esencial para ella. No dejemos entrar en nuestro corazón la cultura de lo descartable, porque somos hermanos y ninguno es descartable. Recordémoslo siempre: sólo cuando se es capaz de compartir, llega la verdadera riqueza; todo lo que se comparte se multiplica. Pensemos en la multiplicación de los panes de Jesús. La medida de la grandeza de una sociedad está determinada por la forma en que trata a quien está más necesitado, a quien no tiene más que su pobreza.

También quisiera decir que la Iglesia, «abogada de la justicia y defensora de los pobres ante intolerables desigualdades sociales y económicas, que claman al cielo» (Documento de Aparecida, 395), desea ofrecer su colaboración a toda iniciativa que pueda significar un verdadero desarrollo de cada hombre y de todo el hombre. Queridos amigos, ciertamente es necesario dar pan a quien tiene hambre; es un acto de justicia. Pero hay también un hambre más profunda, el hambre de una felicidad que sólo Dios puede saciar. Hambre de dignidad. No hay una verdadera promoción del bien común, ni un verdadero desarrollo del hombre, cuando se ignoran los pilares fundamentales que sostienen una nación, sus bienes inmateriales: la vida, que es un don de Dios, un valor que siempre se ha de tutelar y promover; la familia, fundamento de la convivencia y remedio contra la desintegración social; la educación integral, que no se reduce a una simple transmisión de información con el objetivo de producir ganancias; la salud, que debe buscar el bienestar integral de la persona, incluyendo la dimensión espiritual, esencial para el equilibrio humano y una sana convivencia; la seguridad, en la convicción de que la violencia sólo se puede vencer partiendo del cambio del corazón humano.

Quisiera decir una última cosa. Aquí, como en todo Brasil, hay muchos jóvenes. Queridos jóvenes, ustedes tienen una especial sensibilidad ante la injusticia, pero a menudo se sienten defraudados por los casos de corrupción, por las personas que, en lugar de buscar el bien común, persiguen su propio interés. A ustedes y a todos les repito: nunca se desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza se apague. La realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar. Sean los primeros en tratar de hacer el bien, de no habituarse al mal, sino a vencerlo. La Iglesia los acompaña ofreciéndoles el don precioso de la fe, de Jesucristo, que ha venido para que tengan vida y la tengan abundante.

Hoy digo a todos ustedes, y en particular a los habitantes de esta comunidad de Varginha: No están solos, la Iglesia está con ustedes, el Papa está con ustedes. Llevo a cada uno de ustedes en mi corazón y hago mías las intenciones que albergan en lo más íntimo: la gratitud por las alegrías, las peticiones de ayuda en las dificultades, el deseo de consuelo en los momentos de dolor y sufrimiento. Todo lo encomiendo a la intercesión de Nuestra Señora de Aparecida, la Madre de todos los pobres del Brasil, y con gran afecto les imparto mi bendición, ¡gracias!