Tus hijos no son tus hijos - Alfa y Omega

«Tus hijos no son tus hijos», decía Kahlil Gibran con mucho acierto. Es una realidad que los padres vamos aprendiendo a medida que nuestros hijos crecen. Pero constatar esa verdad ante un hijo que se nos va en el momento de nacer constituye un impacto que nos supera. Me sucedió un día en el cementerio. Cuando me entregaron la lista de las inhumaciones de la jornada, me percaté al instante de un espacio vacío en la columna de las edades de los fallecidos. Es lo que encuentro cuando no llegan a un año de edad. En este ministerio el trato con la muerte es siempre difícil, pero no es comparable cuando es un niño cuya vida acababa de empezar.

Ese día vino a verme el padre del niño para explicarme que su hijo había fallecido en el instante de nacer pero, sobre todo, lo que intentaba era disculparse, porque su esposa no hacia más que llorar sin ningún tipo de consuelo. Lo tranquilicé y le dije que no se preocupara por eso, que era normal, y que solo Dios puede aportarnos paz en una situación así. Elegí la lectura de Marcos, en la que Jesús dice: «Dejad que los niños se acerque a mí: no se lo impidáis». Lo que nadie sabía era que me encontraba ante la misma situación vivida por mi esposa y por mí el 8 de enero de 1980. Por tanto, contemplar aquel pequeño féretro blanco, escuchar los sollozos incesantes de aquella madre, era revivir en mi interior algo muy lejano, pero totalmente actualizado en aquella visión.

Y ahora, ¿qué decir a estos padres y al grupo que acompañaba? Aunque la voz se me quebraba continuamente, mientras las lágrimas me fluían, hice lo que pude. Apoyado en la lectura del Evangelio, afirmando que los padres somos simplemente colaboradores de Dios en la creación de los hijos, que el alma es creación directa de Dios en el momento en que somos concebidos, afirmé que toda la propiedad de los hijos es realmente de Dios. Por tanto, Dios no nos quita nada, Él sencillamente toma lo que es suyo y nuestro consuelo está en la esperanza del reencuentro con esos seres queridos, donde ya no habrá ni muerte ni dolor, ni llanto. Tras la bendición final, los tres nos fundimos en un abrazo sin dejar de llorar.