Venerable José Rivera Ramírez - Alfa y Omega

La Iglesia concede el título de venerable a aquellos cristianos que, después de detenido y crítico examen de su vida y virtudes, han demostrado el ejercicio de todas las virtudes cristianas en grado heroico. Si a esto se añade un milagro reconocido por la Iglesia, estamos a un paso de su beatificación. Esto es el caso del sacerdote toledano José Rivera Ramírez (1925-1991), cuyo decreto de virtudes heroicas fue dado por el Papa el pasado 30 de septiembre y hecho público el 1 de octubre. ¿Quién es este sacerdote, cuál es su perfil de santidad, qué virtudes han sobresalido en su vida?

Rivera es un maestro de vida espiritual. Conocedor de los caminos del Espíritu por ciencia y por experiencia propia. Conocido por su libro, escrito en colaboración con J.M. Iraburu, Espiritualidad católica, que se ha convertido en un clásico de la espiritualidad. Pero más conocido aún por sus innumerables tandas de ejercicios espirituales a sacerdotes y religiosas por toda la geografía española. A él acudían personas de toda clase y condición, sacerdotes, religiosos y seglares, buscando su consejo, una orientación para sus vidas, su testimonio que vale más que todas las literaturas. Una vida saturada de oración, normalmente robando tiempo al descanso nocturno, y manteniendo la presencia de Dios a lo largo de toda la jornada. Una vida entregada a los demás en su ministerio sacerdotal, amigo de la cruz de Cristo con una vida penitente para salvar multitudes. Una vida escondida, sin brillo, humillada para parecerse a Cristo, como el grano de trigo que está llamado a dar fruto si cae en tierra y muere. Una vida radiante de alegría y buen humor, como el mejor síntoma de buena salud espiritual.

Colaborador de don Marcelo

Rivera dedicó casi toda su vida a la formación de sacerdotes. En Toledo, en Salamanca, en Palencia y de nuevo en Toledo hasta su muerte. Distintos obispos le confiaron la delicada tarea de la dirección espiritual de sus seminarios. El cardenal Marcelo González encontró en él un apoyo seguro para la gran renovación del Seminario de Toledo. Entre otras colaboraciones, la de Rivera fue definitiva para elevar el listón del Seminario de Toledo, que llega a su máximo nivel en la década de los años 80. Con un perfil de sacerdote netamente diocesano. Rivera apreciaba todos los carismas, abundantes en nuestra época, y era compatible con todos ellos, porque a él acudían para pedirle consejo. Pero él entendía su vocación como sacerdote diocesano, sin más añadidos, directamente con el obispo, en un presbiterio, al servicio de una diócesis. Con un gran aprecio a la Iglesia diocesana en continuidad con toda la teología de la Iglesia particular del Vaticano II. Nos exhortaba continuamente a la santidad, como brotando del sacramento del orden y en el ejercicio de la caridad pastoral. Soñaba con un presbiterio diocesano santo. Y eso se trabaja ya desde el seminario, como decía san Juan de Ávila.

Padre de los pobres

Rivera es considerado padre de los pobres. Ya desde joven seminarista tenía predilección por ellos, él que procedía de una familia acomodada. Pero a medida que avanzaban los años se desató en su atención, haciéndose pobre como ellos y ayudándolos material y espiritualmente. «Los pobre son –con el obispo y la liturgia– la base de la Iglesia», repetía. Colocaba a los pobres en el centro de la vida de la Iglesia, como nos recuerda tantas veces el Papa Francisco, hasta hacerlos protagonistas de la evangelización. Los trataba con cariño, con ternura, como una madre. Y ellos acudían a él, porque se sentían siempre acogidos. Pobres materiales a los que compraba una furgoneta para su trabajo. Atención en dirección espiritual a personas que nadie soportaba. Él tenía tiempo para todos, despojándose de su tiempo, de sus cosas… hasta de su cadáver, entregado para en estudio y devuelto por ser considerado santo.

La iglesia de San Bartolomé de Toledo guarda el tesoro de su sepulcro, pero su espíritu se ha derramado por toda la Casa de Dios, la Iglesia, como un perfume que nos invita a la santidad, cada uno en su estado de vida, pero especialmente a los sacerdotes y seminaristas.