El grito del ciego - Alfa y Omega

El grito del ciego

XXX Domingo del tiempo ordinario

Juan Antonio Martínez Camino
Jesús cura a un ciego, mosaico del siglo VI. Iglesia de Sant’Apollinare Nuovo (Rávena). Foto: Alfa y Omega

Recuperar el silencio es uno de los objetivos que el Papa Francisco propone para el Año Jubilar de la Misericordia. Podría parecer difícil captar qué tiene que ver el silencio con la misericordia. Pero enseguida entendemos que el ruido aturde y que si no estuviéramos en disposición de escuchar, no podríamos percibir la palabra exterior e interior que nos comunica el Amor perdonador y sanador de Dios. El mundo de los móviles y demás aparatos de comunicación y reproducción de sonidos no nos facilita demasiado la serenidad necesaria para la escucha. Incluso el ambiente de nuestras iglesias resulta con cierta frecuencia demasiado lleno de palabras y conversaciones. Será muy bueno recuperar tiempos y espacios para el silencio exterior e interior.

Sin embargo, el amor al silencio que nos ayuda a escuchar no tiene nada que ver con el amor al vacío ni a la soledad inhóspita. La soledad y el silencio que buscamos son sonoros, como dice san Juan de la Cruz. Porque están habitados por la Palabra.

Por eso, se da la paradoja de que el mejor silencio es aquel que nos permite gritar a pleno pulmón, como hizo el ciego Bartimeo cuando se enteró de que Jesús pasaba junto a él: «¡Ten misericordia de mí!».

El Evangelio dice que «muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más». No le parecía bien reprimir el grito de su alma precisamente cuando el Salvador se cruzaba en su camino.

También hoy son muchos los que nos increpan para que no gritemos. A los poderes de este mundo no les gusta que nos sinceremos con Dios. Para conseguir callarnos emplean esos altavoces y esa proliferación de aparatos ruidosos que nos aturden y que nos impiden a nosotros mismos oír el grito que llevamos en alma. Esa es una estrategia muy socorrida. Pero otra también muy frecuente es la de inducirnos a pensar que no conduce a nada expresar nuestras pobrezas y menos con la contundencia de un grito fuerte y claro. Al fin y al cabo -según se empeñan en sugerirnos de mil modos- no pasa nadie por nuestra vida que sea capaz de escuchar y de salvar. Habríamos de contentarnos con la referencia a nosotros mismos o, incluso también, con sumergirnos en el vacío como camino único de liberación de nuestras angustias y culpas.

Pues bien, el grito del ciego es muy revelador. Nos viene muy bien dejar salir del corazón la voz que clama y pide ayuda. Porque si no, nos quedaríamos en nuestra soledad poblada de tinieblas. No nos dejemos intimidar por nada ni por nadie. El Señor pasa por nuestras vidas bien atento a nuestras miserias. Pero nosotros hemos de ser capaces de acoger su presencia y su fuerza sanadora. Será difícil que lo seamos, si vivimos aislados y mudos, sin reconocer siquiera qué es lo que necesitamos, sin conseguir articular la demanda verdadera del alma y sin expresarla con fuerza.

Será muy bueno ejercitarnos en el silencio, para hacernos capaces de percibir el paso del Señor y para ser libres de pedir -mejor, a voz en grito del alma- lo que necesitamos: luz para ver.

Evangelio / Marcos 10, 46-52

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, ten compasión de mí».

Muchos le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí».

Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo».

Llamaron al ciego diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama».

Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.

Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?»

El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver».

Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado».

Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.