«Estás en el camino justo» - Alfa y Omega

«Estás en el camino justo»

En 1977, el cardenal Ratzinger publicaba Recuerdos de mi vida (editado por Encuentro, con el título Mi vida), en el que rememoraba los momentos más importantes en su biografía, hasta su ordenación como como arzobispo de Munich. Juan Pablo II le llamaría poco después a Roma, y le tendría muy cerca hasta el final. Joseph Ratzinger soñaba con su jubilación, pero los cardenales le eligieron Papa. «Yo, debil siervo de Dios, he de asumir este cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana», confesaba en la Misa de inicio de pontificado

Papa Benedicto XVI
Primera Misa, con su hermano. Desde el día de su ordenación, siempre sacerdote

Bautismo:

Nací el 16 de abril de 1927, Sábado Santo, en Marktl, junto al Inn. El hecho de que el día de mi nacimiento fuera el último de la Semana Santa y fuese la víspera de la noche de Pascua de Resurrección, ha sido frecuentemente recordado por mi familia; y más aún que fuese bautizado al día siguiente de mi nacimiento, con el agua apenas bendecida de la noche pascual (que entonces se celebraba por la mañana); ser el primer bautizado con la nueva agua se consideraba como un importante signo premonitorio. Siempre ha sido muy grato para mí el hecho de que, de este modo, mi vida estuviese ya desde un principio inmersa en el Misterio Pascual, lo que no podía ser más que un signo de bendición. Indudablemente, no era el domingo de Pascua, sino exactamente el Sábado Santo. No obstante, cuanto más lo pienso, tanto más me parece la característica esencial de nuestra existencia humana: esperar todavía la Pascua y no estar aún en la lucha plena, pero encaminarnos confiadamente hacia ella.

Ordenación sacerdotal:

La ordenación sacerdotal la recibimos en la catedral de Frisinga de manos del cardenal Faulhaber, en la fiesta de los Santos Pedro y Pablo de 1951. Éramos más de cuarenta candidatos; cuando fuimos llamados, respondíamos: Adsum, «Aquí estoy». Era un espléndido día de verano que permanece inolvidable como el momento más importante de mi vida. No se debe ser supersticioso, pero en el momento en que el anciano arzobispo impuso sus manos sobre las mías, un pajarillo -tal vez una alondra- se elevó del altar mayor de la catedral y entonó un breve canto gozoso; para mí fue como si una voz de lo alto me dijese: Vas bien así, estás en el camino justo. Siguieron después cuatro semanas de verano que fueron como una única y gran fiesta. El día de la primera misa, nuestra iglesia parroquial de San Osvaldo estaba iluminada en todo su esplendor, y la alegría, que casi se tocaba, envolvió a todos en la acción sacra, en la forma vivísima de una participación activa, que no tenía necesidad de una particular actividad exterior. Estábamos invitados a llevar a todas las casas la bendición de la primera misa y fuimos acogidos en todas partes -también entre personas completamente desconocidas- con una cordialidad que hasta aquel momento no me podía haber imaginado. Experimenté así muy directamente cuán grandes esperanzas ponían los hombres en sus relaciones con el sacerdote, cuánto esperaban su bendición, que viene de la fuerza del Sacramento. No se trataba de mi persona ni de la de mi hermano: ¿qué podrían significar, por sí mismos, dos hermanos, como nosotros, para tanta gente que encontrábamos? Veían en nosotros unas personas a las que Cristo había confiado una tarea para llevar su presencia entre los hombres; así, justamente porque no éramos nosotros quienes estábamos en el centro, nacían tan rápidamente relaciones amistosas.

Ordenación episcopal:

Aquel día fue un día extraordinariamente bello. Era un radiante día del comienzo del verano, en la Vigilia de Pentecostés de 1977. La catedral de Munich, que, tras la reconstrucción emprendida después de la Segunda Guerra Mundial, daba una impresión de sobriedad, estaba magníficamente adornada, transmitiendo una atmósfera de alegría que le envolvía a uno de una manera verdaderamente irresistible. Experimenté la realidad del Sacramento: que en él sucede algo que es verdad. Más tarde fue la oración ante la columna de la Virgen María -la Mariensäule– en el corazón de la capital bávara, y el encuentro con muchas personas que acogían al recién llegado, para ellos desconocido, con una cordialidad y una alegría que no se debía tanto a mi persona, sino que me manifestaba, una vez más, qué es el Sacramento. Saludaban al obispo, que lleva el misterio de Cristo, si bien tal vez la mayoría de los presentes no era consciente de ello. Pero la alegría de aquella jornada era precisamente algo en verdad diferente de la aceptación de una persona, que debía mostrar todavía su propia capacidad. Era la alegría de ver de nuevo presente aquel ministerio, aquel servicio en una persona que no vive y actúa para sí misma, sino para Él, y, por tanto, para todos.

Elección pontificia:

Hemos sido consolados de nuevo realizando la solemne entrada en cónclave para elegir al que Dios había escogido. ¿Cómo podíamos reconocer su nombre? ¿Cómo 115 obispos, procedentes de todas las culturas y países, podían encontrar a quien Dios quería otorgar la misión de atar y desatar? Una vez más, lo sabíamos; sabíamos que no estamos solos, que estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios. Y ahora, en este momento, yo, débil siervo de Dios, he de asumir este cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo seré capaz de llevarlo a cabo? Todos vosotros acabáis de invocar a toda la muchedumbre de los santos, representada por algunos de los grandes nombres de la historia que Dios teje con los hombres. De este modo, también en mí se reaviva esta conciencia: no estoy solo. No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce. Y me acompañan vuestra indulgencia, vuestro amor, vuestra fe y vuestra esperanza.