La grandeza del final - Alfa y Omega

La grandeza del final

«Si, hace ahora ocho años, Benedicto XVI aceptó por amor a Dios el peso del pontificado; ahora, también movido de ese amor, reconoce sus límites humanos y decide renunciar», escribe en estas líneas el profesor Rafael Navarro-Valls, catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Y añade: «Solamente los fuertes son capaces de seguir los dictados de su conciencia. Las almas débiles son las que nunca sacan fuerzas para ponerse de parte de ella»

Rafael Navarro-Valls
Momento en el que el Papa Benedicto XVI anunció, el pasado 11 de febrero, su renuncia al ministerio de sucesor de san Pedro

Cuando inició su pontificado, Benedicto XVI insistió en que su verdadero programa de gobierno no se centraría en seguir sus propias ideas, sino en dejarse llevar «por el Señor, de modo que sea Él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra Historia». Eso, para una inteligencia egregia como la del Papa Ratzinger, era un testimonio personal impresionante. En su pontificado, parece como si su persona haya pasado a un segundo plano para concentrase, con la fuerza de un rayo láser, en la palabra con la que inició su primera encíclica: Dios. Es natural que, al tomar la importante decisión de la renuncia, lo que primero haya advertido es que lo ha hecho examinando su conciencia en la presencia de Dios».

Si, hace ahora ocho años, aceptó por amor a Dios el peso del pontificado; ahora, también movido de ese amor, reconoce sus límites humanos y decide renunciar. Solamente los fuertes son capaces de seguir los dictados de su conciencia. Las almas débiles son las que nunca sacan fuerzas para ponerse de parte de ella.

Por eso mismo, la renuncia de Benedicto XVI ha sido un acto de fortaleza, no de debilidad. Un acto profundamente cristiano, pero también profundamente humano. Como se ha dicho, «un gesto ejemplar y moralizador», pues apunta al doble componente divino y humano que late en la figura de un Papa. Es, desde luego, el Vicario de Cristo en la tierra, pero también un hombre con todas las características físicas de la humanidad doliente.

Los amantes de las intrigas palaciegas han querido ver en esta renuncia el fruto de presuntos juegos de poder y una reacción frente a ellos. Nada de esto se deduce de las razones que el propio Benedicto XVI ha aducido para su renuncia. Fundamentalmente, han sido: «…la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino», de modo que «mi vigor, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado».

Si tenemos en cuenta que Benedicto XVI tiene más edad que Juan Pablo II cuando murió, que es el quinto Papa en toda la historia de la Iglesia que llega en activo a los más de 85 años, y que una serie de dolencias erosionantes le aquejaban, se entiende muy bien que se considere falto de fuerzas para llevar el peso de casi mil doscientos millones de católicos. El motivo de la renuncia, pues, no ha sido una determinada enfermedad. Como Messori ha recordado, Senectus ipsa est morbusla vejez misma ya es una enfermedad-.

Una vez más, con su renuncia ha colaborado con la verdad, que es el lema episcopal que eligió. La verdad es que su conciencia -iluminada por la gracia de Dios- ha comprendido que, dejando paso a otro Papa con mayores fuerzas, contribuía, como él mismo ha dicho, «al bien de la Iglesia». Su renuncia se ha enmarcado en un contexto jurídico nítido. Un contexto que trae su origen en una disposición jurídica (una Decretal) nada menos que de 1294, cuando Bonifacio VIII dispuso que: «Nuestro antecesor, el Papa Celestino V, mientras gobernaba la Iglesia, constituyó y decretó que el Pontífice Romano podía renunciar libremente. Por lo tanto, no sea que ocurra que este estatuto en el transcurso del tiempo caiga en el olvido, o que, debido al tema, esto se preste para futuras disputas, hemos determinado que debe ser colocado entre las otras Constituciones, para que quede perpetuamente constancia».

Una norma dormida, en funcionamiento

Efectivamente, no cayó en el olvido, sino que, con la fuerza del precedente, ha llegado hasta nuestros días, entre otras, en esta norma: «Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie». (c. 332, & 2). De modo que una norma dormida, esto es, inaplicada durante siglos, de súbito ha despertado disparando un mecanismo jurídico que, a su vez, es el primer mojón de un camino que se inició el 11 de febrero con el anuncio de la renuncia, continúa el 28 de febrero a las 20 horas con la fase de Sede Vacante y concluye cuando el nuevo Papa, designado mediante elección legítima en el cónclave, la acepte libremente.

A partir de entonces, el nuevo Pontífice, es decir el obispo de la Iglesia romana, obtendrá la potestad plena y suprema en la Iglesia, así como la primacía de la potestad ordinaria sobre todas las Iglesias particulares. Con ello se convierte en cabeza del Colegio de los obispos, Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal. Por otra parte, la convivencia entre un Papa emérito y otro en activo no creará problema alguno, entre otras razones porque, cuando la renuncia de Benedicto XVI sea efectiva, el Papa Ratzinger perderá todo su poder primacial. Además, ya no podrá revocarla ni recuperar la potestad que antes tenía. Esto es, no puede ser un potencial competidor.

El pontificado de Benedicto XVI está a punto de finalizar como empezó: con un acto de humildad y fortaleza que honra al Papa más poderoso intelectualmente que ha ocupado la Sede de Pedro.