La clave de una renuncia - Alfa y Omega

El hecho insólito de que Benedicto XVI haya puesto día y hora a su renuncia como obispo de Roma y sucesor de Pedro ha llenado de asombro a la cristiandad y a la sociedad mundial. Desde su anuncio, el pasado 11 de febrero, estamos viviendo un verdadero tsunami mediático. Lo curioso es que todo esto sucede en el escenario de la globalización, dominado por la cultura del relativismo secularizador, que trae como consecuencia una ceguera sobre la verdad y un vivir de espaldas a Dios. Es más, en este ambiente, aun el mismo hecho religioso parece carecer de relevancia pública, y la libertad religiosa es negada o cuestionada en muchos países.

Dentro de este espacio, la Iglesia católica ocupa de repente un primerísimo plano, porque el Papa ha alterado -con la legitimidad de supremo legislador de la Iglesia- la tradición de siete siglos renunciando al cargo de Romano Pontífice. Las cábalas se han disparado pronto: las historias de intrigas sobreabundan, el manto de la sospecha se abate sobre personas e instituciones que ponen en la picota, la caza y captura de las ocultas razones no cejan… Tampoco faltan mensajes y presiones para que la Iglesia se actualice según los principios infalibles de la modernidad liberal. ¡Todo es interpretado como mandan los cánones políticos de lucha por el poder!

¿Qué sucede? Sencillamente, que hay un gran desconocimiento, posiblemente voluntario, de la persona, de la naturaleza de la Iglesia y del papado. En cierta manera, se comprende que, para el simple espectador más o menos creyente, la estructura visible y la pura sociología sea lo que domine en sus valoraciones. Sin embargo, para entender el significado de la Iglesia católica y de lo que sucede en ella, hay que situarse en su doble realidad: humana y divina, visible y espiritual, santa y compuesta por miembros pecadores. El alma de esa organización no la configura el poder humano, sino el Espíritu Santo que prometió Jesucristo a los suyos hasta el final de los tiempos. La fe en Dios y el sentido de pertenencia a esa comunidad de creyentes es la mente originaria de la que todo se deriva. La Iglesia sólo pertenece a Jesucristo, que quiso edificarla sobre la roca de Pedro (Mt 16, 18).

Sin estos elementos espirituales fundamentales, difícilmente se podrá comprender el salto histórico en la tradición que ha dado Benedicto XVI. En su decisión no hay un atisbo de traición o huida de los lobos, sino todo lo contrario: alto discernimiento de espíritu, fidelidad evangélica a la voluntad del Señor y oblación por la Iglesia. El testimonio de vida y el alto magisterio teológico y pontifico avalan estas premisas. Por eso, el camino escogido no es fruto de un momento, ni viene determinado por modas pasajeras de este mundo, sino que, como dice él mismo, es consecuencia de «haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia». El Papa Ratzinger renuncia en las coordenadas de la fe, con plena libertad, lucidez, serenidad, y según la forma establecida por la normativa canónica vigente.

El texto de su Declaración de renuncia es de una claridad meridiana y de una comprensión accesible a todo el mundo, salvo a los llenos de prejuicios, sean del tipo que sean, o bien a aquellos que se creen en el derecho y en el deber de dar patentes de catolicidad. Los llamados achaques de la edad y las elevadas exigencias de la misión eclesial en la actualidad, donde asistimos a un cambio de época, hacen imposible «ejercer bien el ministerio encomendado». La renuncia es, pues, un acto tremendamente humano por su realismo, sublime por su desprendimiento total, por la coherencia de fe en su trayectoria vital, por el gran amor a la Iglesia y al futuro de la sede de Pedro. ¡Éste es el quid de la renuncia!

La celebración del Año de la fe será recordada por este gesto de Benedicto XVI, que ha traído el aire fresco de Pentecostés para toda la Iglesia. Ha sido una llamada a mayor santidad de vida a todos los niveles del cuerpo eclesial. Porque sólo una fe como la del Papa, confiada absolutamente en Dios, vence al mundo. El anciano de rostro resplandeciente de bondad que se nos presentó, hace casi ocho años, como humilde trabajador de la viña del Señor se va sin hacer ruido, como lo más natural del mundo. Ha vivido el ministerio petrino con la elegancia espiritual de aquellos que han descubierto que la verdad de Cristo está en la humildad. Al igual que Juan Pablo II, no se ha bajado de la cruz, ha tenido su Getsemaní y su Calvario particulares. Imitando a María en el Gólgota, contempla a su Redentor y Salvador meditando todas las cosas en el secreto de su corazón (Lc 2,19.51) ¡Qué gracia tan grande ha tenido el catolicismo y la Humanidad con estos grandes Pontífices, que son las dos caras de una misma cruz!