323 millones de hambrientos mientras hay trigo en Ucrania
2022 puede terminar con cuatro veces más personas con hambre que el 2017. El Programa Mundial de Alimentos ya está teniendo que seleccionar a quién ayuda en Yemen
«La guerra mundial del pan ha comenzado», advertía el sábado el ministro italiano de Exteriores, Luigi di Maio. No se trata solo de que, debido a la invasión de Rusia, en Ucrania «uno de cada tres hogares sufra inseguridad alimentaria», o «uno de cada dos en algunas provincias del este y el sur», como asegura a Alfa y Omega Paul Anthem, portavoz del Programa Mundial de Alimentos (PMA). El conflicto ha agravado una crisis alimentaria global que amenaza con elevar hasta a 323 millones las personas que sufren inseguridad alimentaria aguda en el mundo, frente a los 276 actuales: 47 millones de personas más se irán a dormir cada día sin comer lo necesario, según esta entidad. «Antes de la guerra, Ucrania producía suficiente comida para alimentar a 400 millones de personas». Ahora, «miles de toneladas están paradas en silos dentro del país» porque «los puertos ucranianos del mar Negro están siendo asfixiados», explica Anthem, aunque los gobiernos de Rusia y Ucrania han alcanzado un principio de acuerdo, con la mediación de Turquía, para permitir la salida desde Odesa de buques cargados con grano y trigo, según desveló el pasado lunes el diario Izvestia citando fuentes del Kremlin. El PMA tampoco alude a las acusaciones de Ucrania de que Rusia les ha robado medio millón de toneladas de trigo.
Esto solo ha añadido leña al fuego de la inflación, ya elevada por el aumento de la demanda tras la pandemia y por el precio de los combustibles. El índice de precios de la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO) tocó techo en marzo, y en mayo estaba un 22,8 % más alto que un año antes. El subíndice de cereales, que lleva cuatro meses subiendo, está un 29,7 % por encima de mayo de 2021.
Los grandes afectados son los países más pobres, sobre todo de África, muy dependientes de estas importaciones. 50 estados reciben al menos el 30 % de su trigo de Ucrania, bloqueada por Rusia, y de Rusia, castigada por las sanciones occidentales. Cuando dejó de llegar, fue la gota que colmó el vaso tras años de conflictos locales, sequías y otros fenómenos naturales extremos por el cambio climático, y del impacto de la pandemia de COVID-19.
En Etiopía, el sur de Madagascar, Sudán del Sur y Yemen hay 570.000 personas en el peor nivel de la escala del hambre, el de catástrofe alimentaria. En África occidental y el Sahel, el número de quienes sufren inseguridad alimentaria venía subiendo desde 2014, y desde 2019 se había cuadruplicado, ya antes de la invasión de Ucrania. En el Cuerno de África las lluvias no llegaron hace un mes como debían y esta puede ser la cuarta temporada sin cosechas, lo que unido a las muertes de ganado (un millón de cabezas en Etiopía) elevará de 14 a 20 los millones de personas que pasan hambre. Oxfam Intermón estima que en la región cada 48 segundos muere alguien por esta causa. India, segundo país productor de trigo y también golpeado por la sequía, prohibió en mayo las exportaciones. Para entender la magnitud de lo que ocurre, basta pensar que los 323 millones de personas hambrientas a los que el PMA teme que se llegue eran 80 en 2017.
Sin alcanzar este nivel de gravedad, se sumará en las sociedades la pérdida de poder adquisitivo de todas las «personas que tienen unos ingresos constantes y gastan parte importante de ellos en comida y energía», explica a este semanario la experta de la FAO Monika Tothova. Hasta las agencias que luchan contra el hambre deben apretarse el cinturón: «El coste mensual de nuestras operaciones ha subido 66 millones de euros, lo que reduce nuestra capacidad de ayudar» precisamente cuando más falta hace, lamenta Anthem. Eso implica, por ejemplo, haber tenido que reducir las raciones a ocho millones de personas hambrientas en Yemen, para priorizar a las que están mucho peor.
Tothova explica que «los precios altos afectan a la capacidad» de algunos países de lograr suministros, pero «globalmente no hay escasez». Aunque la situación podría empeorar. Como alertaba hace poco David Beasley, director ejecutivo del PMA, «en 2023 nuestro principal problema podría ser la disponibilidad de alimentos». Aunque de momento los silos de Ucrania están llenos, el desplazamiento de la población y el reclutamiento de los hombres puede hacer que el año que viene la producción se reduzca a la mitad. Y si la crisis se prolonga, advierte el PMA, se pueden desencadenar nuevos conflictos en todo el mundo y crisis migratorias masivas.
La semana pasada, el Papa pidió «hacer todo lo posible para resolver el problema» de las exportaciones ucranianas. Hace cuatro años, la ONU aprobó la resolución 2417, que condenaba utilizar el hambre en el contexto de un conflicto, y se ha reformado la jurisdicción de la Corte Penal Internacional para que pueda ser juzgado como delito. En mayo, Estados Unidos advirtió a 14 países, sobre todo africanos, de que cargueros rusos estaban saliendo de puertos cercanos a Ucrania con «grano robado». Pero el hambre arrecia, y los gobiernos se sienten atrapados entre las promesas de Rusia de que si EE. UU. y Europa retiran las sanciones podrán exportar cereales baratos, y el miedo a enfrentarse a Occidente o a convertirse en cómplices de crímenes de guerra por comprar lo expoliado a Ucrania.
Por su parte, la FAO ha propuesto crear un Servicio para Financiar la Importación de Comida, que con 5.900 millones de euros podría cubrir las necesidades más acuciantes de suministros alimentarios de los países con menos ingresos. Pero, como recuerda Tothova, más allá de paliar la actual crisis, «sin abordar las causas subyacentes de la inseguridad alimentaria» el problema no se podrá resolver.