Morir es entrar en la fiesta - Alfa y Omega

Hemos empezado el mes de noviembre con dos celebraciones tradicionales: la fiesta de Todos los Santos y la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. Ambas celebraciones nos ponen, por una parte, ante la verdad cristiana de la comunión de los santos y, por otra parte, ante la realidad de la muerte.

Quisiera recordar un artículo del canónigo Martimort, titulado Cómo muere un cristiano. El autor no esconde que la muerte es «la más terrible de las congojas humanas, una ruptura que divide al hombre y conmueve a la naturaleza». Ahora bien, la muerte de Cristo es su victoria. Muriendo, destruyó nuestra muerte, reza el prefacio de Pascua. La muerte no es una meta, sino un paso, una Pascua.

El primer discípulo de Cristo cuya muerte nos es descrita en el Nuevo Testamento es el diácono san Esteban, que ofrece el testimonio por excelencia: el martirio. Mientras era lapidado, «Esteban repetía esta invocación: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Luego, cayendo de rodillas, lanzó un grito: Señor, no les tengas en cuenta este pecado. Y, con estas palabras, expiró», dicen los Hechos de los Apóstoles. Lo que impresiona en este relato es la voluntad del narrador de remarcar el parecido entre la muerte de Esteban y la de Jesús. Como su Maestro, Esteban da su vida, reza y perdona a sus verdugos.

A partir de Esteban, los cristianos se esforzarán por identificarse con Cristo en el momento de la muerte. Los primeros cristianos comprenderán que también para ellos la muerte es una Pascua, la participación en la única Pascua de Cristo. Por eso, a pesar del sufrimiento y las luchas, es una fiesta; y, por ello, es también un acto de Iglesia, de comunidad, un acto que está marcado por un sacramento: el de la Comunión como viático con el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

La palabra definitiva que sintetiza los sentimientos de Cristo al morir es: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Ésta es la forma de morir que los primeros cristianos deseaban como gracia suprema. Éste es nuestro mayor consuelo -en la fe- ante la partida, siempre dolorosa, de aquellas personas a las que amamos.