No hay tiempo que perder - Alfa y Omega

No hay tiempo que perder

Testigos del amor de Jesucristo: ¡la Buena Noticia! El amor al hombre: el amor al hermano: así titula nuestro cardenal arzobispo su Exhortación pastoral de esta semana. Escribe:

Antonio María Rouco Varela
Multitud de jóvenes de la JMJ siguen el Via Crucis a través de grandes pantallas

El gran acontecimiento eclesial de la JMJ 2011 en Madrid fue también, en sí mismo, un impresionante testimonio de Jesucristo. En una emocionante y plena expresión de la comunión de la Iglesia, presidida por el sucesor de Pedro y Vicario de Cristo, los jóvenes peregrinos del mundo reconocieron públicamente a Jesucristo como el Redentor del hombre. En el Himno de la Jornada, le aclamaron como su Hermano, su Amigo, su Señor, manifestándole su amor con el ¡Gloria siempre a Él! con el que culminaba su canto. El Papa en su meditación al finalizar el vía crucis del viernes, por el Paseo de Recoletos, les había exhortado a mirar a Cristo colgado en el áspero madero de la Cruz. En ella, les dice: «Reconocemos el icono del amor supremo, en donde aprendemos a amar lo que Dios ama y como Él lo hace». Y añade: «Ésta es la Buena Noticia que devuelve la esperanza al mundo».

En el trasfondo interior de la alegría siempre pronta, y visible en los gestos de fraternidad compartida por los jóvenes entre sí y con el pueblo de Madrid, se escondía la experiencia de haber encontrado a Aquel que les amaba por lo que eran, sin engaños, buscando única y auténticamente su verdadera felicidad. Los jóvenes de la JMJ 2011 creían en Cristo, se fiaban de Él, ¡Le amaban! Para muchos, cristianos desde muy niños, significó un momento de conversión de sus vidas a su ley, a su gracia, a su amor. ¡El corazón se les cambió y el alma arrepentida se sintió llamada y transformada por su amor misericordioso para una nueva vida! Para otros, ya decididos a fundar y a enraizar sus vidas en Él, pero tibios, quizá vacilantes, o con miedo a acoger su llamada para seguirle más radicalmente, les representó el impulso definitivo para el neto y consecuente en la elección del camino del sacerdocio y/o de la vida consagrada. Y, finalmente, para otros, inquietos en búsqueda de verdad para sus vidas o, simplemente, curiosos o, incluso, distantes y hostiles a lo que se celebraba y vivía, fue un momento fuerte que conmocionó sus vidas: comenzaban a creer y a experimentar que la esperanza, que otro modo de vida -el del amor verdadero- era posible. ¡Habían encontrado a Cristo, de verdad! ¡Era el primer encuentro! El toque de la gracia llegó, además, eficaz a muchos de los vecinos y las familias madrileñas que habían abandonado, posiblemente hacía mucho tiempo, la práctica de la vida cristiana y que hasta habían podido llegar a la pérdida de la fe. Los confesionarios de la Fiesta del Perdón en El Retiro son los más silenciosos, pero, también, los más elocuentes testigos de ese impacto de la gracia del Señor en el corazón de tantos madrileños. Los ecos del testimonio de los jóvenes de la JMJ 2011 alcanzaron, incluso, a España entera, por no decir a millones y millones de televidentes de todo el mundo, a través de los medios de comunicación audiovisuales.

No hay duda, el empuje evangelizador y misionero de la JMJ 2011 ha sido formidable. Es preciso continuarlo con viveza y autenticidad apostólicas. ¡Debemos profundizar en sus efectos espirituales, personales y comunitarios, proyectándolos hacia el interior de la Iglesia y hacia el mundo! En la homilía de la gran Eucaristía de Cuatro Vientos, Benedicto XVI insistía a los jóvenes peregrinos: «No se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás. Por tanto, no os guardéis a Cristo para vosotros mismos. Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe». Porque «amor -como decía bellamente santa Teresa de Jesús- saca amor».

Conclusiones de vida

De la comprensión honda del acontecimiento y del don extraordinario de la gracia que fue la JMJ 2011 para Madrid, hay que sacar conclusiones de vida y de acción pastorales para nuestra comunidad diocesana, como queridas y urgidas por el Señor en esta hora histórica de una crisis pertinaz y desbordada, constatable en todos los órdenes de la experiencia humana. Tres parecen evidentes:

1. No hay tiempo que perder en anunciar expresamente y en dar a conocer a Jesucristo. El apostolado constituye el método apropiado para que toda la comunidad creyente se implique en esta primera e inaplazable tarea de la evangelización; tarea a ejercer privadamente en los más variados contextos de la vida individual, familiar, profesional y social; y, públicamente, en todos los foros y escenarios de la vida pública.

2. El testimonio de la palabra ha de ser acompañado por la inequívoca credibilidad de las obras, es decir, por la autenticidad cristiana de la vida de cada uno de los hijos e hijas de la Iglesia, que cumplan fielmente los dos grandes mandamientos de la Ley de Dios. En la vida de cada cristiano y en la de la comunidad cristiana, ha de poder notarse que las Bienaventuranzas son la señal típica y verificable de lo que es la Iglesia como comunión en el amor de Cristo resucitado, de tal forma y con tal claridad que los que están o permanecen todavía fuera de ella hayan de reconocer: «Ved cómo se aman», ved cómo aman a los hombres sus hermanos: ¡al hombre indigente física y espiritualmente!. Traigamos de nuevo a la memoria las bellísimas palabras del Santo Padre en su encíclica Spe salvi, que él mismo quiso recordar a los jóvenes de la JMJ en su alocución, al término del vía crucis, en la plaza de la Cibeles: «Sufrir con el otro, por los otros, sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de la humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo».

3. La presencia y difusión del testimonio mostrado y practicado del amor de Cristo en los distintos ambientes de la vida pública es la tercera exigencia pastoral que se deriva netamente de la gran y gozosa celebración de la JMJ en Madrid. En el mundo del pensamiento, de la cultura, del arte, de la sociedad, de la economía -¡de la empresa y del trabajo!-, de la comunidad política y del Estado, en ese global atrio en el que se desenvuelven actualmente las relaciones entre los pueblos y naciones, se ha de introducir el testimonio inconfundible del buen aroma del amor de Cristo, de su fuerza y resultados humanizadores.

Cuando se instauran todas las cosas en Cristo, entonces, en el tejido más profundo del alma humana -¡de toda la familia humana!-, crece y se afianza como el reino de la verdad y la vida; de la santidad y la gracia; de la justicia, el amor y la paz.