Se acaba la Feria de San Isidro - Alfa y Omega

Se acaba la Feria de San Isidro

Javier Alonso Sandoica

En esta semana se nos acaba la Feria de San Isidro. A los que somos aficionados al arte de torear —que, en palabras de García Lorca, es la fiesta que arrastra más patrimonio cultural, de las que existen—, nos asusta que los toros manseen, lo que viene a ser una contradicción interesante, y en esta ocasión ha vuelto a pasar.

La Feria ha sido formal sólo por parte del público, que ha tenido mucha más seriedad que los toros. Ya se sabe que el aficionado de Madrid es siempre riguroso en sus decisiones; no se nos camela con florituras de circo, sino con oficio. Una frase que siempre soltamos desde los tendidos, cuando vemos que el maestro se entretiene a lo tonto con la muleta, es: «Venga, ¿nos ponemos ya a torear de una vez?» Toro y torero tienen que saber estar en la plaza.

Yo prefiero ver a Cayetano delante del toro que delante de los periodistas. Pero del torero lo propio es rezar, y andarse en el ruedo ligero y con tiento.

Si tengo que escoger a un matador que añada a su trabajo un oficio distinto, elijo a Ignacio Sánchez Mejías, cuya muerte arrancó a Lorca un llanto bellísimo que, después de las Coplas de Manrique, es lo mejor que hemos tenido en elegías. Acaba de salir, en Berenice, un libro que recoge la integral de su obra periodística, conferencias y entrevistas. Porque ya se sabe que el matador sevillano, además de un patricio de la muleta, fue Presidente del Betis y de la Cruz Roja, autor de novelas, obras de teatro y de un buen lote de conferencias en las que se explayaba sobre la suerte de torear.

Lorca se lo llevó al Upper West Side, de Nueva York, para que diera conferencias a los estudiantes de la Universidad de Columbia, un público muy inexperto en la materia y de tradición más bien puritana. Allí les citaba al Quijote, el artista-torero que fuera capitán de su destino, «brioso educador en el que se puede confiar». Les traducía ese cristianismo entero que hace de la existencia una suerte de cruce cotidiano entre la vida y la muerte, entre la razón justa y la bestia, entre la cultura y la fuerza bruta.

El mundo es una enorme plaza «donde el que no torea, embiste», decía. Sánchez Mejías hablaba bien, escribía mejor, y si toreaba sonaba a Mozart, porque lo suyo era de una elegancia casi coqueta.