Los renglones torcidos de Dios - Alfa y Omega

Los renglones torcidos de Dios

Casi un 3 % de la población adulta española sufre una enfermedad mental, aunque más de la mitad no recibe tratamiento. La estrategia habitual de esconder los problemas bajo la alfombra no funciona: las cárceles están llenas de personas con trastornos mentales no tratados, y muchos indigentes son, en realidad, enfermos. La Conferencia Episcopal analiza el problema, este fin de semana, en un encuentro de Pastoral penitenciaria

Cristina Sánchez Aguilar
Entre el 30 y el 70% de los presos en las cárceles españolas sufre un trastorno mental grave.

Pedro tiene un trastorno afectivo bipolar (TAB), una enfermedad mental que provoca graves perturbaciones del estado de ánimo, pero que, con un exhaustivo control médico, le permite llevar una vida normal. Pedro tiene trabajo, una familia que le quiere y le apoya, y un nivel adquisitivo con el que puede acceder a la asistencia sanitaria y a la medicación que necesita para controlar su enfermedad: «Soy afortunado, porque he podido costearme una atención psiquiátrica privada que hace un seguimiento exhaustivo de mi enfermedad, y la medicación, que es carísima, pero que no puedo abandonar ni un sólo día».

En la Seguridad Social, suele haber largas listas de espera para la consulta del psiquiatra, ante la escasez de especialistas: 5,5 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, frente a 15, a nivel europeo. «Y hay días —explica Pedro—, cuando tienes ataques de ansiedad o de pánico, que no puedes dejar la consulta para un mes después… Hay que ir en el momento, o luego es mucho peor».

Carlos tiene una esquizofrenia paranoide, enfermedad caracterizada por la pérdida de contacto con la realidad, ideas delirantes y trastornos de la percepción. Carece de una estructura familiar que le apoye, y carece de ingresos económicos con los que costearse la atención médica necesaria para controlar una enfermedad que él mismo ni siquiera es consciente que sufre. Carlos malvive en la calle, y de vez en cuando acude a un centro de atención a personas sin hogar, de Cáritas, donde el trabajador social que lleva su caso intenta, como puede, que acuda a un psiquiatra de la Seguridad Social, para que éste le recete la medicación que necesite. Y, en el mejor de los casos, tomará esa medicación el primer día. Quizá el segundo. Pero no el tercero.

Pedro y Carlos son las dos caras de la moneda de una enfermedad que, en España, está alcanzando «magnitudes insospechadas», como afirma don José Luis Segovia, que compagina su vocación de sacerdote con la coordinación del Área Jurídica del Departamento de Pastoral penitenciaria de la Conferencia Episcopal Española, que este fin de semana celebra su Encuentro de Juristas y Pastoral penitenciaria, con la mirada puesta en El desafío de la salud mental, dentro y fuera de las rejas, porque, como él mismo señala, «lo que ocurre dentro de la cárcel es un exponente de lo que ocurre en la sociedad». Y el perfil de las personas como Carlos, es mucho más numeroso que el de Pedro.

Según la Confederación Española de Familiares y Personas con Enfermedad Mental, «en España, entre el 2,5 y el 3 % de la población adulta tiene una enfermedad mental grave, y más de la mitad que necesitan tratamiento no lo reciben». Dentro de la cárcel, el porcentaje aumenta significativamente: según estimaciones de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, entre el 30 y el 70 % de los presos, según el centro, padece un trastorno mental, que en ningún caso puede resolverse en la cárcel. De hecho, sólo existen, en España, dos hospitales psiquiátricos penitenciarios, en Alicante y Sevilla. Y, según los expertos, no cumplen del todo su labor, como prueba que sólo el 2 % de los reclusos consiga rehabilitarse cuando cumple su condena.

Para las personas sin hogar tampoco hay una respuesta adecuada: cerca del 100 % de los sin techo sufren una enfermedad mental y no tienen recursos para controlarla.

Una asignatura pendiente

Por eso, el objetivo del encuentro que organiza la Conferencia Episcopal, explica el padre Segovia, es llamar la atención sobre el hecho de que, en España, la salud mental «es una asignatura pendiente», cuyas consecuencias son especialmente visibles en los albergues que acogen a personas sin hogar y en las cárceles: «Un porcentaje elevado de presos ingresa con enfermedades mentales graves que no han sido diagnosticadas previamente, lo que evidencia la falta de atención sanitaria previa a estas personas, que terminan cometiendo delitos, o viviendo en la calle, por una estructura médica deficiente», denuncia el sacerdote. Esto significa «que nadie fue capaz de diagnosticar su problema: ni en el colegio, ni la policía, ni su abogado, ni el juez, ni el psiquiatra forense, ni siquiera en el centro penitenciario, que suele darse cuenta en la última fase de la enfermedad, cuando el proceso ya es irreversible», señala.

Un programa de atención adecuado para este tipo de enfermedades «habría evitado muchos delitos, y los sufrimientos que esos delitos conllevan, si se hubiera hecho un diagnóstico a tiempo», asegura don José Luis Segovia. «Y también habría supuesto un ahorro, porque, al contrario de lo que se piensa, tener a una persona en prisión cuesta una millonada; sin hablar de la reinserción cuando el preso enfermo sale en libertad». No es tarea fácil, ya que, «en la cárcel, es frecuente que no haya recibido el tratamiento adecuado y, probablemente, volverá a delinquir, o acabará viviendo en la calle».

Otro grupo para el que tampoco hay una respuesta: las personas sin hogar y sin apoyos familiares que, como Carlos, padecen trastornos psíquicos graves, sólo tienen como recurso los albergues, o la calle. Según doña Carmen Martínez de Toda, coordinadora del Área Social del Departamento de Pastoral penitenciaria, de la CEE, «el número de personas con patologías psíquicas y discapacidades que malviven bajo un puente o acuden a albergues va en aumento —el porcentaje es casi del 100 %, porque quienes acaban viviendo en la calle y están sanos mentalmente, terminan por enfermar con el paso del tiempo—. Para la mayoría, tan sólo harían falta los recursos adecuados a los que puedan acudir para tener controlada la enfermedad».

La avanzadilla de la Iglesia

Los recursos, lejos de implantarse para poder ofrecer esta red de apoyo y atención a la salud mental, están disminuyendo a causa de los recortes en muchas Comunidades Autónomas. «Algunas tienen más recursos, como en Cataluña, pero en otras se están denunciando los recortes en servicios básicos como la detección precoz de la enfermedad en menores, la rehabilitación para enfermos crónicos, los escasos centros de día, o las subvenciones para reinserción laboral y los pisos tutelados», cuenta Segovia. Y eso que, en 2011, aumentó significativamente el número de ingresos por salud mental en hospitales y centros, según doña Carmen Martínez, «debido principalmente a las dificultades sociales, socioeconómicas y sociolaborales».

La ineficaz atención a los llamados renglones torcidos de Dios, como los definió don Torcuato Luca de Tena en su célebre libro, se remonta a la reforma de la Ley Psiquiátrica de 1984, que decretó el cierre de los manicomios, para que los enfermos dejasen de estar encerrados y se pudiesen reinsertar en la sociedad civil, al descubrir que, debidamente tratadas, las personas con una enfermedad mental podían llevar una vida normal. La medida supuso un acierto, pero sólo a corto plazo, ya que, según don José Luis Segovia, «una vez en la calle, su situación no ha sido abordada con rigor, ni con seriedad, ni con humanismo».

El carisma de la sanación

«En el trabajo con enfermos mentales, estamos a años luz de otros países», señala don José Luis Segovia, coordinador del Encuentro de Juristas y Pastoral penitenciaria. «Es muy significativo en España, añade doña Carmen Martínez, que sean entidades —como las caritativas de la Iglesia— las que estén dando respuestas a necesidades que debería cubrir la Administración».

Una de estas entidades es el Complejo Asistencial Benito Menni, que, desde 1881, lleva ejerciendo «la acción sanadora de Jesús, inspirada en nuestros fundadores, que fueron sensibles a una necesidad real, como era la mujer enferma mental que no era atendida; por eso, en la actualidad, persiste la opción preferente por el mundo del dolor psíquico», señala sor María Luisa Lizarrondo, superiora de la congregación de las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús, encargadas de velar por los enfermos acogidos en Ciempozuelos —congregación que estos días está de fiesta, tras la declaración de Venerable, hace unas semanas, de una de sus fundadoras, sor María Josefa Recio—. Hoy, atienden a un total de 650 pacientes y realizan diversos dispositivos para tratar la salud mental, desde una unidad de hospitalización breve, para tratar descompensaciones agudas —y donde los enfermos pasan cerca de un mes, para estabilizarse—, hasta la unidad de cuidados prolongados, dirigida a mujeres que necesitan cuidados de forma continuada, o la unidad de rehabilitación, donde ayudan a los enfermos que requieren un tratamiento, a controlar su enfermedad y a poder ser autónomos.

Para sor María Luisa, lo más duro de la enfermedad mental es que, «todavía en el siglo XXI, las personas sufren el estigma de su dolencia, lo que hace que deban afrontar una doble dificultad para recuperarse: la enfermedad en sí, y los prejuicios y discriminaciones que reciben por padecerla», lo que, en muchas ocasiones, constituye un obstáculo para el éxito del tratamiento y de la recuperación.

Las Hermanas Hospitalarias, que trabajan desde hace 130 años con enfermos mentales y han visto la evolución social frente a esta dolencia, afirman que el estigma «provoca una discriminación social, lo que hace que, en ocasiones, la persona se vea privada de sus derechos y beneficios, y se le dé un trato de inferioridad», recalca sor María Luisa.

Quizá ésa sea la razón por la que «todavía cunde el miedo y la aversión a estas personas, a las que la sociedad cierra muchas puertas: las sanitarias, las laborales, las del derecho a la vivienda y, sobre todo, las de las relaciones sociales», afirma la Hermana, quien reitera la importancia de «romper barreras y derribar prejuicios, para que estas personas sean tratadas con respeto y dignidad, sin que el hecho de estar enfermos resulte una carga añadida, a veces insoportable de sobrellevar».