31 de diciembre: Juan Francisco Régis, el caminante que murió de frío y de misión
Este jesuita no pudo ser misionero en Canadá, como era su deseo, pero pasó sus últimos inviernos evangelizando a pie por las montañas de Francia. Se gastó del todo tras pasar varios días confesando
A Juan Francisco Régis se le apodaba ya en vida «el caminante de Dios», porque pasó sus días no solo buscando al Señor, sino llevándolo a los demás de un lado a otro. Nació el 31 de enero de 1597 en Fontcouverte, al sur de Francia, en una familia muy modesta, por lo que tuvo que pedir una beca para estudiar en el colegio de los jesuitas de Béziers. Allí se entusiasmó con la figura de san Francisco Javier y eso despertó en él una doble vocación: la jesuita y la misionera.
Después de ser ordenado sacerdote en 1630, quiso salir a evangelizar a Canadá, entonces una tierra en su mayor parte ignota. Sus superiores, sin embargo, le pidieron encargarse del anuncio de la Buena Noticia en su propio país. «Irás a otras Indias, donde la gente padece a causa de su ignorancia: las montañas de Vivarais», le dijeron. A partir de 1636, a esta región al sur del país llevo Régis sus 192 centímetros de altura y una descomunal fuerza física que le abriría paso entre caminos de montaña los años siguientes.
Por entonces, esta zona entre Aviñón y Lyon estaba asolada por las guerras de religión que habían devastado otras partes de Francia tan solo unas décadas antes. Aquellas montañas «estaban plagadas de hugonotes, que eran calvinistas franceses. Entonces no se atisbaba siquiera lo que hoy es el ecumenismo, y los cristianos de una y otra confesión directamente se mataban unos a otros, a veces también por intereses económicos y políticos», afirma el historiador jesuita Wenceslao Soto. En este contexto, «Régis se tomó muy en serio su papel de sacerdote, animando la fe de la comunidad católica con sacramentos, catequesis y ayuda social». Esta dedicación hizo que la gente viera en él «a un sacerdote muy entregado en medio de una situación muy polarizada y tensa. Lógicamente tuvo que temer por su vida, pero no le importó. Puso por encima del suyo el interés de los demás», dice Soto.
En verano, el jesuita trabajaba en los núcleos más poblados; en cambio, en invierno, no dudaba en acudir a las regiones montañosas. El motivo es que los meses más fríos eran «el momento más conveniente para las gentes de aquí, cuando el hielo y la nieve les impiden trabajar y eso les da más tiempo libre para perseguir su salvación», decía.
De pueblo en pueblo y de aldea en aldea iba el santo. A veces se sentaba sobre una piedra para confesar durante tres o cuatro horas seguidas, en ocasiones con los pies sumergidos en la nieve. Régis celebraba la Misa, daba catequesis a los niños, visitaba enfermos y presos y llevaba comida a los más pobres. Creó también una casa de acogida para jóvenes prostitutas, lo que le valió el odio tanto de sus proxenetas como de las capas biempensantes de la sociedad. Varias veces lo amenazaron de muerte y lo golpearon por la calle, pero él continuaba con su misión de auxiliar a aquellos que le habían sido encomendados.
El 1 de abril de 1640 escribió a su superior general en Roma pidiendo «que se me permita viajar por el monte y dedicar lo que me queda de vida a la salvación de los campesinos. No puedo explicar los frutos que producen misiones de este tipo». A mediados de diciembre de ese año se retiró durante tres días porque tenía ya la intuición de una muerte cercana. Acabó haciendo una confesión general de toda su vida y partió de nuevo, esta vez hacia las montañas de Lalouvesc. Por el camino se perdió y tuvo que pasar la noche en una miserable choza. Al llegar al día siguiente a su destino ni siquiera esperó a descansar o comer: fue a la iglesia y empezó a predicar. Y, cuando ya había suficiente gente, se puso a confesar.
El 24 de diciembre lo pasó entero en el confesionario, hasta la Misa del Gallo, al igual que hizo en Navidad y el día siguiente. La afluencia de gente era tal que pasó a escuchar a los penitentes en la sacristía, donde un ventanuco roto dejaba pasar un aire gélido que le golpeó directamente en la cabeza durante horas. Al caer la noche se sintió desfallecer y se desmayó, llevándolo los vecinos a morir a la antigua casa del párroco. «Veo a nuestro Señor y a nuestra Señora que me abren el paraíso. Señor, en tus manos encomiendo mi alma», dijo poco antes de morir, el último día del año. Cuando expiró su cuerpo, gastado y desgastado por la dureza de la misión, tenía solo 42 años.
«En una cultura como la actual, no ya líquida sino gaseosa, Juan Francisco Régis fue fiel a su idea de la verdad y de lo bueno», señala Wenceslao Soto. «Esta fidelidad, así como su manera de entregarse de modo heroico, son algo que necesitamos que se nos proponga de nuevo a los creyentes de hoy», concluye.