Hacer la familia, hacer el cristianismo - Alfa y Omega

Más de un millón de personas se congregaron en el Parque Benjamin Franklin de Filadelfia para celebrar el Evangelio de la familia. «Esto es ya en sí mismo algo profético, una especie de milagro en el mundo de hoy», exclamó el Papa Francisco durante su homilía. Una homilía en la que deliberadamente el Papa evitó hablar de la consabida lista de «problemas de la familia», porque, como ha repetido estos días, la familia no es un problema sino una bendición, el principal recurso para la vida de cualquier sociedad, la obra maestra de la creación. Al final de su intervención pedía «renovar nuestra fe en la palabra del Señor… que invita a participar de la profecía de la alianza entre un hombre y una mujer, que genera vida y revela a Dios». A los deseosos de anuncios revolucionarios les habrá sabido a muy poco, pero ahí está todo.

Francisco ha preferido dejar el análisis del trasfondo cultural en que hoy vive la familia para otros foros. Ante el Congreso de los Estados Unidos afirmó que «la familia está amenazada, quizás como nunca, desde el interior y desde el exterior, y las relaciones fundamentales son puestas en duda, como el mismo fundamento del matrimonio y de la familia». Ante la Asamblea de Naciones Unidas sostuvo la necesidad de reconocer una ley moral inscrita en la propia naturaleza humana, que comprende la distinción natural entre hombre y mujer, y el absoluto respeto de la vida en todas sus etapas y dimensiones. También denunció la colonización ideológica que se lleva a cabo a través de la imposición de modelos y estilos de vida anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último término, irresponsables.

Pero ha sido en su encuentro con los obispos de todo el mundo llegados a Filadelfia para el Encuentro Mundial de las Familias donde Francisco ha planteado abiertamente el desafío que la cultura actual plantea a la misión de la Iglesia con las familias. Un discurso que desvela claramente la posición del Papa y el enfoque que pretende para el inminente Sínodo que comienza el 4 de octubre. Comenzó diciendo que «el aprecio y la gratitud han de prevalecer sobre el lamento… porque cada día, en todos los ángulos del planeta, la Iglesia tiene razones, todos los días hay razones para alegrarse con el Señor por el don de ese pueblo numeroso de familias que, incluso en las pruebas más duras, mantiene las promesas y conserva la fe». No se trata de revestirnos de falso optimismo, sino de reconocer lo que el propio Francisco calificó como «una especie de milagro en el mundo de hoy».

Francisco ha querido entrar de lleno en la transformación del contexto histórico, cultural y jurídico de los vínculos familiares, advirtiendo que nos afecta a todos, porque el cristiano no es un «ser inmune» a los cambios de su tiempo. «Hasta hace poco, vivíamos en un contexto social donde la afinidad entre la institución civil y el sacramento cristiano era fuerte y compartida, coincidían sustancialmente y se sostenían mutuamente. Ya no es así». Es una constatación que parecería obvia, pero a poco que profundicemos en nuestros ámbitos eclesiales vemos que no siempre es así, o al menos no se extraen todas las consecuencias.

Francisco describió ante los obispos una cultura que «estimula a las personas a entrar en la dinámica de no ligarse a nada ni a nadie… Lo importante hoy parece que lo determina el consumo. Consumir relaciones, consumir amistades, consumir religiones, consumir, consumir… No importa el costo ni las consecuencias. Un consumo que no genera vínculos… que descarta todo aquello que ya no sirve o no satisface los gustos del consumidor». Para el Papa ésta es una herida profunda que marca especialmente a los jóvenes, y entre sus consecuencias destaca la soledad radical, el miedo al compromiso y una búsqueda desenfrenada por sentirse reconocido.

En este punto, ha emplazado a los obispos a no condenar a nuestros jóvenes por haber crecido en esta sociedad, y a no repetir la martingala de que cualquier tiempo pasado fue mejor y que el mundo es tal desastre que no sabemos dónde va a parar. Por el contrario, le ha pedido salir a «anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo». Francisco ha pedido a los obispos que empleen sus energías «no tanto en explicar una y otra vez los defectos de la época actual y los méritos del cristianismo, sino en invitar con franqueza a los jóvenes a que sean audaces y elijan el matrimonio y la familia». Y señala un punto crítico en la vida de nuestras comunidades: «un cristianismo que se hace poco en la realidad y se explica infinitamente en la formación, está peligrosamente desproporcionado; se vuelve un círculo vicioso».

Francisco no elude el trasfondo cultural de las amenazas ni ignora los poderes que con frecuencia las manejan. Tampoco rebaja ni un grado el contenido de la propuesta cristiana sobre la familia. Lo que pide es que la Iglesia (obispos, sacerdotes, catequistas, padres y madres…) muestre que «el Evangelio de la familia es verdaderamente buena noticia», en un momento en que tanta gente busca la felicidad y el cumplimiento de su vida por caminos oscuros y extraviados, provocándose un daño inmenso. No tanto «discursear» sino «pastorear», les ha dicho Francisco a los obispos, pero la sugerencia vale para todos los miembros de la Iglesia que quieran vivir su vocación misionera. Esto implica saber estar en medio de la gente (de los jóvenes y de las familias), no tener miedo a sus preguntas, ni al contacto, ni al acompañamiento. Significa también cultivar una infinita paciencia, sin resentimiento, en los surcos a menudo desviados en que debemos sembrar. A fin de cuentas, aquella samaritana que había tenido cinco maridos, y vivía con uno que no era, fue capaz de dar testimonio de Jesús entre sus vecinos.

José Luis Restán / Páginas Digital