El segundo vino - Alfa y Omega

El segundo vino

Alfa y Omega
Javier Zanetti, capitán del Inter de Milán, y su mujer y sus tres hijos saludan al Papa en el encuentro con los confirmandos.

«Hablando de matrimonio, Santidad, hay una palabra que nos atrae más que ninguna otra, y al mismo tiempo nos asusta: el para siempre»: así le decían al Papa, en la Fiesta de los Testimonios, el pasado 2 de junio, una pareja de novios de Madagascar. El Santo Padre, tras asegurarles su oración «en este camino de noviazgo», junto con su esperanza de que puedan crear, con Jesucristo, una familia para siempre, subrayaba justamente esta necesidad de Cristo, a la hora de afrontar el matrimonio y la familia, y en definitiva a la hora de afrontar todo en la vida: se piensa —les dijo Benedicto XVI— «que el amor por sí mismo garantiza el siempre, porque el amor es absoluto, lo quiere todo y, por tanto, también la totalidad del tiempo: es para siempre», pero la realidad nos dice, cada día, que no es así: «se ve que el enamoramiento es hermoso, pero quizá no siempre perpetuo, igual que sucede con el sentimiento: no permanece para siempre. Debe recorrer un camino de discernimiento, es decir, deben entrar también la razón y la voluntad; deben unirse razón, sentimiento y voluntad». Por eso la Iglesia, «en el rito del Matrimonio, no dice: ¿Estás enamorado?, sino ¿Quieres?; ¿Estás decidido? Es decir, el enamoramiento debe convertirse en verdadero amor, implicando la voluntad y la razón, de modo que todo el hombre pueda decir: Sí, ésta es la vida que yo quiero». Y el Papa nos hace a todos dirigir la mirada al Único que puede darnos esa vida que todo corazón humano desea: «Pienso en las bodas de Caná. El primer vino es buenísimo: el enamoramiento; pero no dura hasta el final: debe llegar un segundo vino. Un amor definitivo que llegue a ser realmente el segundo vino es más bello, mejor que el primero. Esto es lo que debemos buscar». Y Benedicto XVI, con la imagen de Jesús y sus discípulos en Caná de Galilea, en compañía de la Madre, pone ante nuestros ojos la belleza de la familia cristiana. Su casa está abierta de par en par, porque es preciso «que el yo no esté sólo —el yo y el tú—, sino que esté implicada también la comunidad de la parroquia, de la Iglesia, los amigos, la comunión de vida con otros, con familias que se apoyan unas a otras; sólo así, en esta implicación de la comunidad, de los amigos, de la Iglesia, de la fe, de Dios mismo, crece un vino que vale para siempre. ¡Ojalá sea así para vosotros!».

A su llegada a Milán, Benedicto XVI, ante la belleza incomparable de su catedral, ya apuntaba a ese segundo vino: «Con su selva de agujas invita a mirar hacia lo alto, a Dios». Y lo hacía igualmente, esa misma tarde, en el teatro alla Scala, calificando así la audición de la maravillosa Novena Sinfonía de Beethoven: «Es un honor para mí estar aquí con todos vosotros y haber vivido, con este espléndido concierto, un momento de elevación del alma». Y esta elevación no es huida del mundo, ¡todo lo contrario! La mirada al cielo es en realidad la garantía para tener los pies bien asentados en la tierra; quien acoge la vida, que no nos damos a nosotros mismos, ¡nos viene de lo alto!, es el que vive de veras. Lo dijo el Papa, y sus palabras eran un gozoso anuncio para todos, hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos, y muy especialmente para las familias, en su encuentro con sacerdotes, seminaristas y consagrados, el sábado, en la catedral, para el rezo de la Liturgia de las Horas: «El que acoge a Cristo en lo íntimo de su casa es saciado de las alegrías más grandes». Justamente las alegrías de la Fiesta, que unida a la familia y el trabajo ha sido el leitmotiv del VII Encuentro Mundial de las Familias, de Milán: una auténtica explosión de gozo verdadero, el que dura para siempre, el segundo vino, que hace posible vivir la vida en plenitud, sin tener que huir de las dificultades y los sufrimientos. ¿Acaso hay algo más necesario hoy, para la sociedad entera, que este segundo vino?

En la Exhortación Familiaris consortio, de 1981, el querido Papa Juan Pablo II ya lo decía con claridad: «En un momento histórico en que la familia es objeto de muchas fuerzas que tratan de destruirla o deformarla, la Iglesia, consciente de que el bien de la sociedad y de sí misma está profundamente vinculado al bien de la familia, siente de manera más viva y acuciante su misión de proclamar a todos el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia, asegurando su plena vitalidad, así como su promoción humana y cristiana, contribuyendo de este modo a la renovación de la sociedad y del mismo pueblo de Dios». En la Misa de clausura del EMF de Milán, su sucesor lo volvía a afirmar con la belleza y lucidez que le caracteriza: «Se nos ha confiado la tarea de edificar comunidades eclesiales que sean cada vez más una familia, capaces de reflejar la belleza de la Trinidad y de evangelizar no sólo con la palabra. Más bien diría por irradiación, con la fuerza del amor vivido». Y a las autoridades, en su encuentro en el Arzobispado de Milán, les mostraba, con su habitual claridad y sencillez, ese segundo vino que es Cristo, única esperanza verdadera del mundo, al indicarles que las acciones en bien de toda la sociedad, por parte de las comunidades cristianas, son promovidas «no tanto como una labor sustitutiva, sino como gratuita sobreabundancia de la caridad de Cristo y de la experiencia totalizante de su fe».