No prometáis cosas que no podáis realizar - Alfa y Omega

No prometáis cosas que no podáis realizar

¿Qué lugar tienen en la Iglesia los divorciados? ¿Cómo ayudar a las familias que sufren el flagelo de la crisis económica? La reconocida claridad del Papa cuando habla aumenta, si cabe, cuando responde a las preguntas espontáneas de un auditorio, como hizo durante décadas con sus alumnos de Teología. Lo hizo en Milán, ante un auditorio de 350 mil personas que participaron en la noche del sábado en la Fiesta de los Testimonios. Fue la Vigilia culminante del Encuentro Mundial de las Familias. Un encuentro marcado por la sencillez, en el que el Papa respondió espontáneamente a algunos de los interrogantes que con más frecuencia se plantean a la Iglesia

Jesús Colina. Roma
Benedicto XVI saluda a la pequeña Cat Tien, la niña vietnamita que le preguntó por sus recuerdos de la infancia y de su vida en familia.

El tópico afirma que la Iglesia rechaza y condena a los divorciados que se han vuelto a casar civilmente, pero Benedicto XVI dio una respuesta muy diferente en Milán. La pregunta fue planteada, en el Parque de Bresso, por la pareja brasileña Araujo, con 34 años de matrimonio a las espaldas: María Marta, psicoterapeuta al servicio de familias, y Manoel Angelo, médico. En su trabajo, este matrimonio encuentra cada vez más parejas casadas civilmente en segundas nupcias, a quienes la Iglesia niega los sacramentos. «Se sienten excluidos, marcados por un juicio sin posibilidad de apelo», y experimentan un auténtico sufrimiento, le dijeron al Papa. «Santo Padre, sabemos que estas situaciones y estas personas están en el corazón de la Iglesia: ¿qué palabras y que esperanza podemos ofrecerles?», preguntó el doctor Araujo.

En su respuesta, breve pero directa, el Papa reconoció que, «en realidad, este problema de los divorciados que se vuelven a casar es uno de los grandes sufrimientos de la Iglesia hoy. Y no tenemos simples recetas. El dolor es grande y sólo podemos ayudar a las parroquias y a las personas individuales a ayudar a estas personas a soportar el sufrimiento que conlleva el divorcio». A estas personas, aseguró el Papa, «debemos decirles que la Iglesia las ama, pero ellas necesitan ver y sentir este amor. Creo que es una gran tarea de una parroquia, de una comunidad católica, la de hacer realmente todo lo posible para que ellas se sientan amadas, aceptadas, para que no se sientan fuera, aunque no puedan acercarse a recibir la absolución y la Eucaristía».

Un acompañamiento necesario

El magisterio de la Iglesia reconoce que las personas que se han vuelto a casar civilmente —no simplemente divorciadas— viven en una situación que no está totalmente en conformidad con el Evangelio, donde Jesús presenta con gran claridad el carácter indisoluble del matrimonio. Por este motivo, no pueden recibir la absolución en el sacramento de la Confesión, dado que ésta requiere que quien pide el perdón de Dios esté dispuesta a conformar su vida según el Evangelio. Y por este mismo motivo también, no pueden tampoco recibir la Comunión. Ahora bien, como dejó muy claro el Papa, estas personas no están fuera de la comunidad eclesial: «Deben poder ver que también en esta situación viven plenamente en la Iglesia», dijo.

Benedicto XVI con la familia norteamericana Rerrie.

¿Y cómo se puede llevar esta vida de fe, sin Comunión ni Confesión? «Un contacto permanente con un sacerdote —añadió—, con un guía del alma, es muy importante para que vean que son acompañados y guiados. Y es también muy importante que sientan que la Eucaristía es verdadera y participada, si realmente entran en comunión con el Cuerpo de Cristo. Aunque no puedan recibir corporalmente el Sacramento, pueden estar espiritualmente unidos a Cristo en su Cuerpo. Es muy importante que se les ayude a comprenderlo. Y pueden realmente vivir una vida de fe, con la Palabra de Dios, la comunión de la Iglesia, y experimentar que sus sufrimientos son un don para la Iglesia».

En el corazón de la Iglesia

Y aquí está una de las ideas más íntimas ya compartidas en el pasado por Benedicto XVI. Según el Papa, los divorciados vueltos al casar, al no poder acercarse al sacramento de la Eucaristía, se convierten en testigos ante la comunidad de la importancia del amor para siempre. El sufrimiento que experimentan al quedarse a un lado, cuando la comunidad se acerca a recibir el Cuerpo de Cristo, constituye una muestra visible de la importancia que tiene la indisolubilidad del matrimonio. Con su sufrimiento, se convierten en testigos del amor hasta que la muerte los separe. Por este motivo, el Papa explicó que, aunque resulte duro, el sacrificio y sufrimiento de los divorciados vueltos a casar se convierte en su servicio a la Iglesia, «están en el corazón de la Iglesia».

La Providencia no está en crisis

Entre las cinco personas que tuvieron la oportunidad de presentar sus preguntas al Papa, se encontraba también la familia Paleologos, de Atenas. El padre, Nikos, que tiene dos hijos, ha creado una empresa de informática y ahora, al igual que tantos griegos, se ve obligado a renunciar a buena parte de sus ingresos para asegurar la actividad de su proyecto y poder pagar a los dos empleados, a causa de la pérdida de clientes, o del enorme retraso en los pagos. La mujer, Pania, confesó al Papa: «También a nosotros, aunque seguimos creyendo en la Providencia, nos cuesta pensar en un futuro para nuestros hijos. Hay días y noches, Santo Padre, en los que nos preguntamos cómo hacer para no perder la esperanza».

El Papa no escondió su conmoción al escuchar este testimonio, y reconoció, con una cierta impotencia: «¿Qué podemos responder? Las palabras no bastan». E hizo, en primer lugar, un llamamiento a la política: «Me parece que debería crecer el sentido de la responsabilidad de todos los partidos, que no prometan cosas que no pueden realizar, que no busquen sólo votos, sino que sean responsables del bien de todos y que entiendan que la política es también siempre responsabilidad humana y moral, frente a Dios y frente a los hombres».

Las familias saludaron muy cariñosamente al Papa.

Después, el Papa se dirigió a quienes sufren la crisis, «a menudo sin posibilidad de defenderse». También aquí «podemos decir: intentemos que cada uno haga todo lo que pueda, que piense en sí mismo, en su familia, en los demás, con sentido de responsabilidad, sabiendo que los sacrificios son necesarios para seguir adelante».

En tercer lugar, Benedicto XVI se dirigió a todos los demás presentes: «¿Qué podemos hacer nosotros? Ésta es mi pregunta en este momento». Sugirió, como propuesta concreta, hermanamientos entre familias de diferentes países, para que las familias puedan recibir la ayuda de familias que se encuentran en condiciones de ayudar. De este modo, dijo, se asume una responsabilidad de ayuda concreta. Y a las familias golpeadas por la crisis, les aseguró: «Yo, y muchos otros, rezamos por vosotros». Y esta oración «no es sólo decir palabras, sino abrir el corazón a Dios, que así genera también creatividad al buscar soluciones».

Del enamoramiento, al amor definitivo

En el rito del Matrimonio, no se pregunta a los novios: «¿Estás enamorado?», sino más bien: «¿Quieres?; ¿Estás decidido?». Así respondió Benedicto XVI a una pareja de novios de Madagascar, que le confesaron que el amor para siempre que presenta el matrimonio les causa cierto vértigo. Y tras comentar las bodas de Caná, cuando Jesús convirtió el agua en vino, haciendo que éste fuera mejor que el precedente, explicó: «El primer vino es buenísimo: el enamoramiento. Pero no dura hasta el final. Debe llegar un segundo vino, es decir, debe fermentar y crecer, madurar. Un amor definitivo, que llegue a ser realmente el segundo vino es más bello, mejor que el primero». Para que esto sea así, y el enamoramiento se convierta en verdadero amor, es precisa la implicación de «la voluntad y la razón» de la persona, «en un camino, esto es el noviazgo, de purificación, de mayor profundidad, de modo que realmente todo el hombre, con todas sus capacidades, con el discernimiento de su razón y la fuerza de su voluntad, pueda decir: Sí, ésta es la vida que yo quiero».

Antes de que el Papa respondiera a todas estas preguntas, tomó la palabra una niña vietnamita, de siete años, a la que no le interesaba ninguna controversia. Tras presentarle a sus padres y a su hermano, le preguntó llanamente a Benedicto XVI: «Me gustaría mucho saber algo de tu familia y de cuando eras pequeño como yo».