«El futuro de la Iglesia reclama una participación de los laicos mucho más activa» - Alfa y Omega

«El futuro de la Iglesia reclama una participación de los laicos mucho más activa»

El Papa deja Nueva York y se traslada a Filadelfia, última etapa de su viaje, donde participará en el Encuentro Mundial de las Familias

Redacción

«Dios vive en nuestras ciudades, la Iglesia vive en nuestras ciudades… anunciando las maravillas de Aquel que es Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz», lo dijo el Papa Francisco en su homilía en la Misa celebrada ayer viernes por la justicia y por la paz en el Madison Square Garden, de Nueva York.

En su homilía, el Santo Padre recordó que «este lugar representa las distintas facetas de la vida de los ciudadanos que se congregan por intereses comunes», y es ahí donde el pueblo camina, en medio de sus actividades, de sus rutinas; cargando sobre sí sus aciertos y equivocaciones, sus miedos y oportunidades. «El pueblo que caminaba con sus alegrías y esperanzas, con sus desilusiones y amarguras ha visto una gran luz».

«Vivir en una gran ciudad, dijo el Papa, es algo bastante complejo: contexto pluricultural con grandes desafíos no fáciles de resolver. Las grandes ciudades son recuerdo de la riqueza que esconde nuestro mundo: la diversidad de culturas, tradiciones e historias». Las grandes ciudades se vuelven polos que parecen presentar la pluralidad de maneras que los seres humanos hemos encontrado de responder al sentido de la vida en las circunstancias donde nos encontrábamos.

Por ello, afirmó el Pontífice, es importante «saber que Jesús sigue caminando en nuestras calles, mezclándose vitalmente con su pueblo, implicándose e implicando a las personas en una única historia de salvación, nos llena de esperanza, una esperanza que nos libera de esa fuerza que nos empuja a aislarnos, a desentendernos de la vida de los demás, de la vida de nuestra ciudad».

Esta fue la última celebración del Santo Padre en suelo neoyorquino. Hoy sábado, se trasladó en avión hasta Filadelfia, donde a primera hora celebró una Misa con los sacerdotes y religiosos.

Construir muros y derribarlos

El Papa Francisco fue recibido por el arzobispo, el gobernador de Pensilvania y el alcalde, para dirigirse, inmediatamente después, a la Catedral de San Pedro y San Pablo en donde presidió la Santa Misa con los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas. De la historia y la belleza que se ciernen detrás de los muros y ventanas de esa Catedral partió la reflexión del Sucesor de Pedro: «me gusta pensar que la historia de la Iglesia en esta ciudad y en este Estado es realmente una historia que no trata solo de la construcción de muros, sino también de derribarlos».

Una historia, señaló el Pontífice, «que habla de los esfuerzos realizados por los sacerdotes, religiosos y laicos que han atendido las necesidades espirituales de los pobres, los inmigrantes, los enfermos y los encarcelados», que se ve también en las escuelas donde «los hermanos y hermanas han enseñado a los niños a leer y a escribir, a amar a Dios y al prójimo. Un legado que están llamados a transmitir y a enriquecer».

El Santo Padre habló entonces de la pregunta que el Papa León XIII hizo a santa Catalina Drexel, una de las grandes santas de la Iglesia local, acerca de la necesidad de las misiones: «¿Y tú?¿qué vas a hacer?». Palabras que cambiaron la vida de Catalina, al recordarle la misión que todo cristiano, en virtud del bautismo, ha recibido.

De ahí el Papa resaltó por una parte, lo significativo de que esas palabras fueran dirigidas a una joven mujer laica, de altos ideales: «¡Cuántos jóvenes en nuestras parroquias y escuelas tienen los mismos altos ideales, generosidad de espíritu y amor por Cristo y la Iglesia! ¿Los desafiamos? –preguntó– ¿Les damos espacio y les ayudamos a que realicen su cometido?». Por otra parte el Santo Padre reiteró que «en una sociedad que cambia rápidamente el futuro de la Iglesia, «reclama una participación de los laicos mucho más activa», que «no significa renunciar a la autoridad espiritual que se nos ha confiado», sino «discernir y emplear sabiamente los múltiples dones que el Espíritu derrama sobre la Iglesia».

Animándolos finalmente a renovar la alegría del primer encuentro con Jesús para sacar de ella una renovada fidelidad y fuerza, y con su mirada puesta en el Encuentro Mundial de las Familias, el Papa pidió reflexionar sobre el servicio que la iglesia brinda a las familias, a las parejas que se preparan para el matrimonio y a los jóvenes, y también pidió oración por las deliberaciones del próximo Sínodo sobre la Familia.

RV / Redacción

Homilía Santo Padre en el Madison Square Garden

Estamos en el Madison Square Garden, lugar emblemático de esta ciudad, sede de importantes encuentros deportivos, artísticos, musicales, que logra congregar a personas provenientes de distintas partes, no solo de esta ciudad, sino del mundo entero. En este lugar que representa las distintas facetas de la vida de los ciudadanos que se congregan por intereses comunes, hemos escuchado: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» (Is 9,1). El pueblo que caminaba, el pueblo en medio de sus actividades, de sus rutinas; el pueblo que caminaba cargando sobre sí sus aciertos y sus equivocaciones, sus miedos y sus oportunidades. Ese pueblo ha visto una gran luz. El pueblo que caminaba con sus alegrías y esperanzas, con sus desilusiones y amarguras, ese pueblo ha visto una gran luz.

El Pueblo de Dios es invitado en cada época histórica a contemplar esta luz. Luz que quiere iluminar a las naciones. Así, lleno de júbilo, lo expresaba el anciano Simeón. Luz que quiere llegar a cada rincón de esta ciudad, a nuestros conciudadanos, a cada espacio de nuestra vida.

«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz». Una de las particularidades del pueblo creyente pasa por su capacidad de ver, de contemplar en medio de sus «oscuridades» la luz que Cristo viene a traer. Ese pueblo creyente que sabe mirar, que saber discernir, que sabe contemplar la presencia viva de Dios en medio de su vida, en medio de su ciudad. Con el profeta hoy podemos decir: el pueblo que camina, respira, vive entre el «smog», ha visto una gran luz, ha experimentado un aire de vida.

Vivir en una ciudad es algo bastante complejo: contexto pluricultural con grandes desafíos no fáciles de resolver. Las grandes ciudades son recuerdo de la riqueza que esconde nuestro mundo: la diversidad de culturas, tradiciones e historias. La variedad de lenguas, de vestidos, de alimentos. Las grandes ciudades se vuelven polos que parecen presentar la pluralidad de maneras que los seres humanos hemos encontrado de responder al sentido de la vida en las circunstancias donde nos encontrábamos. A su vez, las grandes ciudades esconden el rostro de tantos que parecen no tener ciudadanía o ser ciudadanos de segunda categoría. En las grandes ciudades, bajo el ruido del tránsito, bajo «el ritmo del cambio», quedan silenciados tantos rostros por no tener «derecho» a ciudadanía, no tener derecho a ser parte de la ciudad –los extranjeros, sus hijos (y no solo) que no logran la escolarización, los privados de seguro médico, los sin techo, los ancianos solos–, quedando al borde de nuestras calles, en nuestras veredas, en un anonimato ensordecedor. Y se convierten en parte de un paisaje urbano que lentamente se va naturalizando ante nuestros ojos y especialmente en nuestro corazón.

Saber que Jesús sigue caminando en nuestras calles, mezclándose vitalmente con su pueblo, implicándose e implicando a las personas en una única historia de salvación, nos llena de esperanza, una esperanza que nos libera de esa fuerza que nos empuja a aislarnos, a desentendernos de la vida de los demás, de la vida de nuestra ciudad. Una esperanza que nos libra de «conexiones» vacías, de los análisis abstractos o de rutinas sensacionalistas. Una esperanza que no tiene miedo a involucrarse actuando como fermento en los rincones donde nos toque vivir y actuar. Una esperanza que nos invita a ver en medio del «smog» la presencia de Dios que sigue caminando en nuestra ciudad. Porque Dios está en la ciudad.

¿Cómo es esta luz que transita nuestras calles? ¿Cómo encontrar a Dios que vive con nosotros en medio del «smog» de nuestras ciudades? ¿Cómo encontrarnos con Jesús vivo y actuante en el hoy de nuestras ciudades pluriculturales?

El profeta Isaías nos hará de guía en este «aprender a mirar». Habló de la luz, que es Jesús. Y ahora nos presenta a Jesús como «Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz» (9,5-6). De esta manera, nos introduce en la vida del Hijo para que también esa sea nuestra vida.

«Consejero maravilloso». Los Evangelios nos narran cómo muchos van a preguntarle: «Maestro, ¿qué debemos hacer?». El primer movimiento que Jesús genera con su respuesta es proponer, incitar, motivar. Propone siempre a sus discípulos ir, salir. Los empuja a ir al encuentro de los otros, donde realmente están y no donde nos gustarían que estuviesen. Vayan, una y otra vez, vayan sin miedo, vayan sin asco, vayan y anuncien esta alegría que es para todo el pueblo.

«Dios fuerte». En Jesús Dios se hizo el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, el Dios que camina a nuestro lado, que se ha mezclado en nuestras cosas, en nuestras casas, en nuestras «ollas», como le gustaba decir a santa Teresa de Jesús.

«Padre para siempre». Nada ni nadie podrá apartarnos de su Amor. Vayan y anuncien, vayan y vivan que Dios está en medio de ustedes como un Padre misericordioso que sale todas las mañanas y todas las tardes para ver si su hijo vuelve a casa, y apenas lo ve venir corre a abrazarlo. Esto es lindo. Un abrazo que busca asumir, busca purificar y elevar la dignidad de sus hijos. Padre que, en su abrazo, es «buena noticia a los pobres, alivio de los afligidos, libertad a los oprimidos, consuelo para los tristes» (Is 61,1).

«Príncipe de la paz». El andar hacia los otros para compartir la buena nueva que Dios es nuestro Padre, que camina a nuestro lado, nos libera del anonimato, de una vida sin rostros, una vida vacía y nos introduce en la escuela del encuentro. Nos libera de la guerra de la competencia, de la autorreferencialidad, para abrirnos al camino de la paz. Esa paz que nace del reconocimiento del otro, esa paz que surge en el corazón al mirar especialmente al más necesitado como a un hermano.

Dios vive en nuestras ciudades, la Iglesia vive en nuestras ciudades. Y Dios y la Iglesia, que viven en nuestras ciudades, quieren ser fermento en la masa, quieren mezclarse con todos, acompañando a todos, anunciando las maravillas de Aquel que es Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz.

«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» y nosotros, cristianos, somos testigos.

Homilía del Papa en la Catedral de San Pedro y San Pablo de Filadelfia

Esta mañana he aprendido algo sobre la historia de esta hermosa Catedral: la historia que hay detrás de sus altos muros y ventanas. Me gusta pensar, sin embargo, que la historia de la Iglesia en esta ciudad y en este Estado es realmente una historia que no trata solo de la construcción de muros, sino también de derribarlos. Es una historia que nos habla de generaciones y generaciones de católicos comprometidos que han salido a las periferias y construido comunidades para el culto, para la educación, para la caridad y el servicio a la sociedad en general.

Esa historia se ve en los muchos santuarios que salpican esta ciudad y las numerosas iglesias parroquiales cuyas torres y campanarios hablan de la presencia de Dios en medio de nuestras comunidades. Se ve en el esfuerzo de todos aquellos sacerdotes, religiosos y laicos que, con dedicación, durante más de dos siglos, han atendido las necesidades espirituales de los pobres, los inmigrantes, los enfermos y los encarcelados. Y se ve en los cientos de escuelas en las que hermanos y hermanas religiosas han enseñado a los niños a leer y a escribir, a amar a Dios y al prójimo y a contribuir como buenos ciudadanos a la vida de la sociedad estadounidense. Todo esto es un gran legado que ustedes han recibido y que están llamados a enriquecer y transmitir.

La mayoría de ustedes conocen la historia de santa Catalina Drexel, una de las grandes santas que esta Iglesia local ha dado. Cuando le habló al Papa León XIII de las necesidades de las misiones, el Papa –era un Papa muy sabio– le preguntó intencionadamente: «¿Y tú?, ¿qué vas a hacer?». Esas palabras cambiaron la vida de Catalina, porque le recordaron que al final todo cristiano, hombre o mujer, en virtud del bautismo, ha recibido una misión. Cada uno de nosotros tiene que responder lo mejor que pueda al llamado del Señor para edificar su Cuerpo, la Iglesia.

«¿Y tú?». Me gustaría hacer hincapié en dos aspectos de estas palabras en el contexto de nuestra misión específica de transmitir la alegría del Evangelio y edificar la Iglesia, ya sea como sacerdotes, diáconos, miembros varones y mujeres de institutos de vida consagrada.

En primer lugar, aquellas palabras –«¿Y tú?»– fueron dirigidas a una persona joven, a una mujer joven con altos ideales, y le cambiaron la vida. Le hicieron pensar en el inmenso trabajo que había que hacer y la llevaron a darse cuenta de que estaba siendo llamada a hacer algo al respecto. ¡Cuántos jóvenes en nuestras parroquias y escuelas tienen los mismos altos ideales, generosidad de espíritu y amor por Cristo y la Iglesia! Les pregunto: ¿Nosotros los desafiamos? ¿Les damos espacio y los ayudamos a que realicen su cometido? ¿Encontramos el modo de compartir su entusiasmo y sus dones con nuestras comunidades, sobre todo en la práctica de las obras de misericordia y en la preocupación por los demás? ¿Compartimos nuestra propia alegría y entusiasmo en el servicio del Señor?

Uno de los grandes desafíos de la Iglesia en este momento es fomentar en todos los fieles el sentido de la responsabilidad personal en la misión de la Iglesia, y capacitarlos para que puedan cumplir con tal responsabilidad como discípulos misioneros, como fermento del Evangelio en nuestro mundo. Esto requiere creatividad para adaptarse a los cambios de las situaciones, transmitiendo el legado del pasado, no solo a través del mantenimiento de estructuras e instituciones, que son útiles, sino sobre todo abriéndose a las posibilidades que el Espíritu nos descubre y mediante la comunicación de la alegría del Evangelio, todos los días y en todas las etapas de nuestra vida.

«¿Y tú?». Es significativo que estas palabras del anciano Papa fueran dirigidas a una mujer laica. Sabemos que el futuro de la Iglesia, en una sociedad que cambia rápidamente, reclama ya desde ahora una participación de los laicos mucho más activa. La Iglesia en los Estados Unidos ha dedicado siempre un gran esfuerzo a la catequesis y a la educación. Nuestro reto hoy es construir sobre esos cimientos sólidos y fomentar un sentido de colaboración y responsabilidad compartida en la planificación del futuro de nuestras parroquias e instituciones. Esto no significa renunciar a la autoridad espiritual que se nos ha confiado; más bien, significa discernir y emplear sabiamente los múltiples dones que el Espíritu derrama sobre la Iglesia. De manera particular, significa valorar la inmensa contribución que las mujeres, laicas y religiosas, han hecho y siguen haciendo en la vida de nuestras comunidades.

Queridos hermanos y hermanas, les doy las gracias por la forma en que cada uno de ustedes ha respondido a la pregunta de Jesús que inspiró su propia vocación: «¿Y tú?». Los animo a que renueven la alegría, el estupor de ese primer encuentro con Jesús y a sacar de esa alegría renovada fidelidad y fuerza. Espero con ilusión compartir con ustedes estos días y les pido que lleven mi afectuoso saludo a los que no pudieron estar con nosotros, especialmente a los numerosos sacerdotes, religiosos y religiosas ancianos que se unen espiritualmente.

Durante estos días del Encuentro Mundial de las Familias, les pediría de modo especial que reflexionen sobre nuestro servicio a las familias, a las parejas que se preparan para el matrimonio y a nuestros jóvenes. Sé lo mucho que se está haciendo en las iglesias particulares para responder a las necesidades de las familias y apoyarlas en su camino de fe. Les pido que oren fervientemente por ellas, así como por las deliberaciones del próximo Sínodo sobre la Familia.

Con gratitud por todo lo que hemos recibido, y con segura confianza en medio de nuestras necesidades, nos dirigimos a María, nuestra Madre Santísima. Que con su amor de madre interceda por la Iglesia en América, para que siga creciendo en el testimonio profético del poder que tiene la cruz de su Hijo para traer alegría, esperanza y fuerza a nuestro mundo. Rezo por cada uno de ustedes, y les pido, por favor, que lo hagan por mí.