Pissarro, maestro del impresionismo - Alfa y Omega

Pissarro, maestro del impresionismo

El Museo Thyssen reivindica la figura de Pissarro en la primera gran retrospectiva que se dedica en España al padre del impresionismo. Un total de 79 piezas, la mayoría de ellas no exhibidas hasta ahora en España, profundizan en el trabajo del impulsor de este movimiento, dedicando especial atención al paisaje, género por el que Pissarro se sintió profundamente atraído. La exposición puede verse hasta el 15 de septiembre

Eva Fernández
‘El camino de Ennery’ (1874)

«Todos venimos de Pissarro», así de claro respondía Cezanne cada vez que le preguntaban su opinión sobre el veterano del grupo. Maestro, amigo, confidente, mentor, colega, Camille Pissarro (1830-1903) fue, sobre todo, un pintor honesto y generoso, que se empeñó en conseguir que todos sus compañeros despuntaran en el mercado del arte, aun a costa de que el destino le situara en un injusto segundo plano, debido, sobre todo, al protagonismo y fama que fueron adquiriendo Monet y Renoir, entre otros. Sólo a partir de los sesenta años, Pissarro consiguió vivir de sus pinturas. Maestro de Cézanne y Gaugin, entre sus amigos se encontraban Manet, Monet, Degas, los puntillistas Seurat y Signac, y los postimpresionistas, Vincent van Gogh y Tolouse Lautrec. A todos ellos enseñó, alentó, promovió y defendió, y se convirtió en el aglutinante inicial de aquel primer grupo que se empeñó en romper con las normas academicistas. A él se debe la redacción de sus primeros estatutos, y, de hecho, fue el único que participó en las 8 exposiciones del grupo entre 1874 y 1886. Pissarro era el mayor y el que más predicamento tenía entre los jóvenes, pero al mismo tiempo que les trasmitía su experiencia, asimilaba con avidez las nuevas tendencias. Con sólo dos inmensas palabras Paul Cézanne definió a Camille Pissarro: «Humilde y colosal».

El Museo Thyssen celebra, con esta muestra, la primera gran retrospectiva en España de Camille Pissarro, en la que se exponen 79 obras de importantes museos y colecciones de todo el mundo. La muestra, comisariada por Guillermo Solana, director artístico del museo, nos invita a pasear por los lugares donde el pintor vivió y trabajó para sacar adelante a su familia. De ascendencia judía, Pissarro conoció a quien sería su mujer, Julie, cuando ésta entró a trabajar en casa de sus padres como ayudante de cocina. Para casarse con ella, que era católica, tuvo que enfrentarse a sus padres, pero nada impidió que pasaran juntos el resto de sus vidas. Fruto de esta unión nacieron ocho hijos, que criaron con gran esfuerzo, porque recordemos que Pissarro apenas consiguió vender cuadros hasta casi el final de su vida. Gran parte de su obra está dedicada a los paisajes, y su fuerza radica en la forma de mostrarnos el color de la naturaleza, regalándonos todos los juegos posibles de verdes, dorados y azules…

El camino

Si hay un motivo dominante en su pintura, ése es el camino. Modestos senderos que cruzan campos, carreteras arboladas, calles de pueblos que nos invitan a adentrarnos en el espacio del cuadro. Caminos que nos cuentan historias. En el Catálogo que acompaña la exposición, su Comisario, Guillermo Solana, escribe: «Una calle saliendo de un pueblo, una carretera a través de los campos, un sendero que se pierde en el bosque… A veces, el camino coincide con las líneas de fuga; otras veces sigue las curvas que bordea un huerto o rodea a una colina, motivos que multiplican las posibilidades pictóricas». Lo comprobamos en El camino de Eragny, de 1874, el último lugar donde pintó al aire libre. A Pissarro le gusta reflejar los campos arados, los huertos y, sobre todo, a los campesinos en plena faena. En La forrajera, de 1884, una pintura llena de luminosidad, descubrimos a una mujer que hace un alto en el trabajo mientras su hijo se acerca entre las hierbas. Todos sus paisajes transmiten calma y vida, y cuadros como La cosecha, de 1882, donde parece, incluso, que se puede llegar a tocar y a oler el heno. Normalmente, Pissarro pintaba el lugar donde residía, por lo que nos encontramos también con pequeños pueblos, cruzados, como siempre, por un camino: Rue des Voisins, de 1871. También exploró el paisaje urbano en Londres, Rúan, Dieppe, París y Le Havre, más aún cuando comenzó a agravarse la enfermedad ocular que padecía y que le obligó a pintar desde la ventana del hotel donde se alojaba. En La Place du Havre, París, 1893, se vislumbra ese camino experimental por el que apostó en sus últimos años: una melancólica luminosidad, marcada por las grandes ciudades industriales, y esa forma tan original de representar a las figuras humanas en la lejanía con pinceladas que parecen manchas de color. La exposición se abre y se cierra con el Autorretrato, de 1903, fechado el mismo año en el que murió. Su aspecto, con una larga barba de rabino, afianzaba aún más el papel de maestro. El escritor Émile Zola, que era crítico de arte, llegó a asegurar: «Un buen cuadro de este artista equivale a la acción de un hombre honrado». Así era Pissarro, un pintor honesto, que disfrutó con el éxito de sus amigos.