El sólido edificio que no se derrumba - Alfa y Omega

El sólido edificio que no se derrumba

Alfa y Omega
La roca en la iglesia del Primado de Redro, junto al lago Tiberíades

El primer aniversario del terrible atentado que derribó, como si fueran de naipes, las Torres gemelas de Nueva York, segando miles de vidas humanas, se cumple el próximo miércoles.

La conmoción producida en todo el mundo continúa, sin duda, pero no así aquellas primeras reflexiones que, ante la evidencia de la radical fragilidad de quienes somos criaturas, suscitaban la súplica al Creador y la conversión a Él. Pocos meses después, cuando Wall Street recuperaba los índices anteriores al 11S, los medios de comunicación transmitían la seguridad de un poder económico que demostraba estar preparado hasta para superar sucesos tan terribles como los vividos en Nueva York y Washington. Lo de confiar en sólo Dios ya no se escuchaba en los telediarios ni se leía en los periódicos.

Este verano Europa ha sufrido, especialmente en su poderosa locomotora económica que es Alemania, tremendas inundaciones cuyas consecuencias van a precisar de ayudas que se creía que eran una exclusiva de los países pobres del tercer mundo. La catástrofe se ha afrontado con encomiable solidaridad, e incluso no se ha insistido en criticar la imprevisión, como suele ocurrir con frecuencia en estos casos, poniendo el grito en el cielo, no precisamente para rezar a Dios, sino para lamentarse con eso de que «¡Cómo es posible que ocurran estas cosas estando ya en el siglo veintiuno!». Sin embargo, la elemental lección de que nuestra vida no depende de nosotros mismos, de que sólo Dios es Dios, sigue sin querer aprenderse en nuestras sociedades avanzadas.

Sí se ha aprendido, en cambio, y muy bien, la canción del verano. En el contexto de una climatología veraniega que no hay quien la entienda, encajaba perfectamente el ininteligible aserejé, inteligentísimo resorte de brazos y piernas. Con tal barullo vacacional, signo genuino de esa cultura de nuestro tiempo obstinada en no querer reconocer la realidad tal y como es, nada tiene de extraño que apenas se haya podido escuchar -al menos en los medios españoles- la voz fatigada, sí, pero llena de la verdadera sabiduría de quien ha sido, sin duda, el gran protagonista del verano. ¿Quién logra hoy en el mundo congregar, con gozosa libertad, a millones de jóvenes y de familias, como lo ha hecho Juan Pablo II en Toronto y en México, y en Cracovia? Ha sido realmente admirable su testimonio de la única Verdad que merece la pena ser escuchada y vivida, pues sólo Ella permite construir la vida de modo que no se derrumbe.

La astucia sibilina del tentador, esta vez en forma de prensa americana, le lanzaba al Papa polaco la insidia: «¿Y si se queda en su tierra amada para siempre? ¡Quédese!». Con elegancia suprema vencía la humanísima tentación, y hasta ironizaba ante sus paisanos: «Muchos querían verme y no han podido; ¡tal vez la próxima vez!». No es triunfalismo. Pone en evidencia, sencillamente, su condición de Vicario de Cristo. Lo que este verano todos hemos podido constatar, en Canadá, Guatemala, México, Polonia, Castel Gandolfo, es una suprema lección de la verdadera dignidad, de una superación de los límites humanos que evidencia la fuerza de Dios, manifestada precisamente en la debilidad.

Esta fuerza en la debilidad, tan elocuente en Juan Pablo II, no es otra que la de la Cruz gloriosa, magistralmente expresada así por san Pablo: «Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un sólido edificio construido por Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos». Muchos tacharán estas palabras de inútil evasión, pero en realidad encierran la única esperanza del mundo, incluida la verdadera defensa del medio ambiente. ¿O acaso ofrece mayor esperanza la Cumbre de Johannesburgo, con la ausencia del Presidente del país más poderoso, y que más contamina, y la presencia, por mucho que se anuncien soluciones que se sabe que no se van a cumplir —ahí están las anteriores Cumbres de la Tierra, como las recientes de la FAO, en Roma, o contra el sida, en Barcelona—, del interés de los países ricos en su efímero bienestar, antes que en el del conjunto del planeta? ¿No está siendo en realidad la debilidad del Papa la mejor defensa que hoy encuentra la ecología, comenzando por su primerísima exigencia de salvaguardia de toda vida humana desde el instante de su concepción hasta su muerte natural? Hacer oídos sordos a la llamada de Juan Pablo II a un desarrollo sostenible que busque ante todo el auténtico crecimiento del hombre, no sólo arruina al ser humano; arruina a la creación entera.

Hace un par de semanas, la buena pluma de Julián Marías en la Tercera de ABC señalaba que un diario no está para «contar minuciosamente lo que ya se sabe» —defecto harto frecuente—, y cómo las noticias en la prensa deben ofrecerse «sucintas, ceñidas a la formulación breve, precisa, rigurosa…». Y denunciaba lo que, en cambio, suele faltar en los medios: «el trasfondo de la información. Los antecedentes, los motivos, la caracterización de los principales personajes, la significación en un contexto más amplio, las posibles consecuencias». Es lo que queremos hacer desde estas páginas. Lo recordamos al reanudar, tras el descanso veraniego, el contacto con nuestros lectores, y saludarles con nuestra renovada oferta de servicio a la construcción de ese sólido edificio que no se derrumba.