30 años de rostros - Alfa y Omega

Me parece mentira que hayan pasado 30 años desde mi ordenación sacerdotal en Granada. Mucho han cambiado desde entonces el mundo, África, la Iglesia y, como es lógico, también yo. ¿Cómo resumo estos años?

Son, ante todo, muchos rostros. Rostros de aquellos a los que traté de guiar hacia Cristo con una palabra, una presencia; rara vez, con el ejemplo. Rostros de quienes deseaban más libertad, más respeto, más ternura y en sus caminos encontraron a este enviado del maestro de Nazaret. Rostros de quienes consiguieron sus sueños, levantaron la cabeza y volvieron a ver la luz de la esperanza. Rostros de quienes veo, cada día en Misa ante mí, con sus vidas complicadas, rezando y confiando en Jesús.

Rostros de quienes lloraban por las heridas del pasado y a los que una mano tendida o un oído atento les devolvió la paz en nombre de Jesús. Rostros de quienes se fiaron de mí y aceptaron que, juntos, construyéramos un mundo mejor. Rostros de aquellos a los que nunca habría servido ni amado si no hubiera cruzado las fronteras de lenguas, culturas y razas en nombre del Evangelio.

Rostros, también, de quienes se vieron defraudados por mi falta de valentía, de entrega, de consistencia frente a sus cruces. Rostros de quienes me han amado, acogido, acompañado, ayudado y perdonado por ser discípulo del Mesías. Rostros de quienes me han enseñado, con su fe verdadera y vital, aun siendo muy distinta de la mía, lo que ningún sabio ni entendido puede dar.

El misionero que esto escribe no es un súper cristiano inmune a la duda, al hastío, al conformismo o al desánimo. Pero la presencia de tantos rostros, pasados y presentes, siempre me ha alentado con la esperanza de que tal vez pueda llegar a ser mejor discípulo. Sin esos rostros no podría ser lo que soy.

Tantos y tantos rostros en los que he aprendido a descubrir el Rostro a menudo sufriente, transfigurado otras veces, del que nos llama por nuestro nombre. Y, pobre misionero, que a veces he desfigurado al Nazareno, quiero seguir empeñado en ver más allá de las apariencias que separan.

«Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro».